Kirikú vuelve a ser el que era, un ser pequeño, positivo y listo que pretende hacer lo correcto y ayudar. En esta ocasión, utilizando el retorno a ciertos momentos que no conocíamos de la anterior película Kirikú y la bruja, Michel Ocelot intenta partir de nuevas hazañas del protagonista entorno a los animales salvajes de África.
Con la intención siempre de mostrar educación en valores sencillos a los más pequeños de las pantallas, no sólo es divertida y gratificante, sino que mantiene un componente de buen hacer que puede alejar a los menores de la idea de película de suspense o acción típicas.
A parte de los escenarios donde se sitúa la historia, dibujo tradicional con paisajes quietos de bella factura, las aventuras de este excelente príncipe se mueven por otro lugar lleno de detalles que ofrecer sin tanto espectáculo.
Todo fluye de forma natural, tanto el bien como el mal, las necesidades de grupo de cooperación, o los intentos de idear para sobrevivir, en una película que expresa con sutileza miles de ideas que se pueden llevar a nuestro mundo moderno desde esa aldea tranquila donde las féminas campan con pechos desnudos sin el reparo de otras producciones, y los bebés son cuidados con esmero por jóvenes que no entienden como hacerlo mientras Kirikú impreca a un abuelo con respeto que las labores del día a día las puede hacer él mismo mientras las mujeres están enfermas.