A un trabajo de Steven Spielberg -ese genio que nos ha regalado no pocas obras maestras- le he podido
poner adjetivos negativos en determinados momentos de su carrera:
"infantil", "sensiblera" e incluso en cierto título que
nunca jamás mencionaré, "estúpida". El que no esperaba
utilizar con él es "rutinaria". Pero eso es lo que rezuma esta
película de ritmo imparable, rutina. Nunca pensé aburrirme con el maestro del entretenimiento.
Alguno dirá -y lo dicen- que, al fin y
al cabo, esto es otro Indiana Jones. Es comprensible, Tintín
busca tesoros perdidos de leyenda viajando por el mundo, la época es
la misma y hay algunas situaciones calcadas directamente de, en
especial, La última cruzada. Lo que brilla por su ausencia es
el alma. Por ejemplo, la acción en el barco por la noche recuerda
estéticamente a la primera escena de Indiana adulto en La última
cruzada. En aquella teníamos la ira y la tenacidad del héroe,
la música subiendo poco a poco, y por fin la explosión de acción.
Aquí tenemos a un Tintín dando vueltas por un barco sorteando
obstáculos durante demasiado tiempo sin ningún aliciente emocional.
O pensemos en el momento "¿nos han dado?" en el avión, muy
similar a cuando Haddock dispara por error a la presa. Pero no es lo
mismo que la respuesta patética la dé un Sean Connery con una cara
de vergüenza cómica impecable, o que responda un monigote sin alma
con los ojos de un pez muerto, que apenas transmite más que por su
voz.
Podríamos poner mil ejemplos. La
conclusión sería la misma: si las aventuras de Spielberg tienen un
valor es por la carga emocional, porque se para un momento a captar
esa mirada de frustración, o ese gesto de nervios o porque retrasa
el momento cumbre exactamente cuanto debe. No porque haya un conjunto
de acrobacias circenses vertebradas por una coherencia agotadora de
pista y siguiente paso. ¿A quién le importa si los tres pergaminos
al unirse forman un número? O si hay tres barcos o 17. Eso es sólo una excusa, no tiene valor, lo que quiero es ver a Harrison Ford
observando extasiado como el sol incide en el cabezal del bastón de
Ra. Tampoco ayuda que John Williams esté en un momento de su
carrera en la que compone con el piloto automático.
Esta película es la enésima
confirmación del fracaso de dos tecnologías: la animación por
captación de movimiento y el 3D. Me temo que si a Spielberg le
quitas un rostro humano con el que provocar empatía, se queda
desnudo. Toda su técnica, ese juego inicial con los espejos o la
fastuosa persecución a varias bandas en plano secuencia, no tienen
sentido ninguno si son frías como el silicio.