Aki Kaurismaki es uno de esos
cineastas con marcada personalidad que ya sabes lo que te van a
ofrecer. Esta no es una excepción, salvo quizás por situarse en
Francia y lo que ello conlleva: una mirada algo más cálida,
diálogos algo más fluidos y cierto toque bucólico francés en la
ambientación.
El director posa su entrañable mirada
sobre el problema de la inmigración, poniéndole cara con un
simpático y muy educado crío. Al contrario que la mayoría de las
películas de este festival, Kaurismaki huye de durísimos dramas y
nos cuenta toda esta historia con una sonrisa y sin intención de
golpearnos. El universo del director parece siempre en paz,
tranquilo. Sus personajes no tienen prisa, ni siquiera cuando
escapan. Su luz es artificial pero relajante, entre acogedora y
melancólica.
El protagonista, interpretado con
gracia por André Wilms, se nutre de la mejor tradición de
picaresca, ya desde su divertida presentación, con tiroteo incluido.
Encaja de maravilla con el policía, Jean-Pierre Darroussin,
casi caricaturesco. Una historia tierna y ligera que nos deja
momentos divertidos y que lanza su mensaje sin gritos, con una
sonrisa, con un final que no puede ser más positivista.