Shane Carruth, un tipo que pasó
de ser un matemático dedicado a desarrollar software para
simulaciones de vuelo a ser la sensación del festival de Sundance
con Primer. Era una complejísimo rompecabezas de viajes en el
tiempo. Su truco, además de un control matemático absoluto
sobre su premisa de las paradojas, era golpear al espectador con
elipsis que obligaban a rellenar huecos en una trama ya de por sí
complicada. Era necesario verla dos y tres veces. Pero era mucho más
que eso, también era uno de los mejores ejemplos de hiperrealismo en
la ciencia ficción y era además todo un logro por conseguir un
acabado excelente con un presupuesto de aficionados. Fue un Gran
Premio del Jurado merecidísimo.
Nueve años después llega su segunda
película, Upstream Color, la prueba de fuego. Porque ya tiene
algo más de presupuesto -aunque tampoco parece que mucho más- y no
basta con resultar convincente, es necesario un paso más. Porque ya
no trata sobre ingenieros -un entorno que le es cercano- y, en
definitiva, porque todos estamos esperando a ver qué hace en su
segunda película. Saber si aquello de hace nueve años fue una
excepción o un comienzo.
En cierto modo ha repetido fórmula. La
trama es a duras penas comprensible en su primer visionado. Esta vez,
su dificultad no se basa en los bucles matemáticos sino en una
historia desconcertante, y aquí tiene mucho más peso el uso de las
elipsis. Carruth ofrece una visión sesgadísima de la trama, donde
en el espectador tiene que ser capaz de deducir lo que falta. Un
argumento que, por su extrañeza, sería resuelto con varias
explicaciones en manos de cualquier otro, aquí peca de lo contrario:
no muestra ni siquiera todo el desarrollo de la historia. Cuando
empiezas a intuir por donde va a continuar te das cuenta que eso ya ha
pasado, se da por hecho sin ser confirmado, que no pasarás de
intuirlo y debes pensar ya en lo siguiente. Quizá aquí no funcione
tan bien como en Primer, donde el argumento ya era complejísimo de
por sí. Upstream Color podría ser una película
razonablemente comprensible si no se hubieran eliminado algunas
piezas del puzzle. Aceptando esta decisión algo tramposa, podemos
disfrutar nuevamente de un reto intelectual, un nuevo rompecabezas.
Estéticamente da un paso adelante. Ha
pasado de la resultona textura del 16 mm que tenía su ópera prima,
el cine de los viejos pobres; a formar parte de ese nuevo grupo de
realizadores sin dinero que ruedan con las nuevas cámaras de fotos
digitales. Concretamente ha rodado con la Panasonic GH2, una cámara
que no llega a mil dólares y que, obviamente, siendo digital, no tiene
ningún gasto de metraje y procesado. El resultado es el que ya
conocemos de las películas rodadas con este tipo de cámaras
(Rubber, por ejemplo). Unos fueras de campos muy marcados, una
luz especial, un color vivo. Una estética que me resulta muy
atractiva y que, creo que se convertirá en una seña de identidad de
los realizadores low cost de esta época, igual que el 16 mm puede
hacernos pensar en la nouvelle vague. Carruth le saca partido al
formato y consigue imágenes sugerentes, que potencian el tono
surrealista de la historia.
Dejando a un lado el sentido lógico de
la trama, que daría para un artículo completo, hablaré ahora de
las ideas que subyacen, o al menos, aquellas que me ha sugerido. La
figura del granjero - músico, por ejemplo, creo que es una
representación muy personal del propio director. Es un personaje
obsesionado con las historias, a veces observándolas, a veces
provocándolas. Un demiurgo que observa los detalles de su entorno y
compone. No olvidemos que Carruth es el autor de la banda sonora y
está acreditado también en el departamento de sonido -un elemento
crucial en esta película. En definitiva, la clásica representación
del artista, como siempre, por encima de cualquier consideración
ética. Otro aspecto interesante es la asociación de persona y
animal, como un reflejo de aquellos instintos más irracionales que,
sin saber nosotros muy bien por qué, nos llevan a realizar algunas
de las acciones más importantes de nuestra vida. Una reflexión
sobre la irracionalidad del amor, la agresividad, la protección de
la familia. Aquí, Carruth separa inteligentemente esos componentes,
para representarlos con los cerdos, mientras que los protagonistas
representan el aspecto racional que intenta comprender y controlar
sin éxito su motor más salvaje, esa parte de nosotros que sigue
siendo la que toma las decisiones. En este sentido, el final no solo
es resolutivo a nivel argumental, si no también emocional -como lo
son los buenos finales- con unos personajes aprendiendo a convivir
con su lado animal.
En definitiva, una película que peca
un poco de repetir fórmula, sin que en esta ocasión esté tan
justificada, y que si bien no tiene una esencia de culto tan
concentrada como Primer ni su atmósfera, es más ambiciosa y
un ejercicio estético más complejo. Más poesía, en su mensaje, en
sus imágenes y especialmente en su sonido. Esperando su siguiente
trabajo