Mi relación con Kim Ki-Duk, como todas las buenas relaciones en el cine, ha sido tormentosa.
De primeras no entendí su "Hierro 3" y después me rajé con "The samaritan girl", pero llegó "El arco" al Zinemaldi y me encandiló. ¿Cómo se puede hacer tanto con tan poco? También hubo otras cosas que me gustaron al poder verle en carne y hueso: su humildad, simpatía y humanidad.
Ahí iba el hombre con su sempiterna gorra haciendo cola como los demás para entrar a una película en el Kursaal. No como el orondo Schnabel que a falta de 5 minutos se colaba de todo el mundo por la izquierda con tabla de surf en mano. Pero en fin, que esos son otros cantares.
Para aquel que nunca haya visto una película de Kim Ki-Duk le diré que su cine es eminentemente visual y conceptualmente simbolista, de ahí que es muy probable que si alguien busca el tablón de la realidad y la certeza para sobrevivir en las tempestuosas aguas de la cartelera, pues, directamente, se vaya a pique.
Pero es que a mí me sobrecoge su capacidad para crear belleza visual. Su planificación, desde lo barroco hasta lo más sencillo y simplista, y la fuerza de su puesta en escena.
Si Stendhal reviviese y no se mareara de éxtasis con el cine de Ki-Duk habría que tacharle de farsante e impostor.
Esta película ha pasado por el Festival de Sitges y no ha terminado de convencer, pero, sinceramente, me importa un bledo, allí estaré yo.
NOS VEMOS EN EL CINE.