Tras dos películas como La casa de los 1000 cadáveres y Los renegados del Diablo, uno esperaba bien poco de la nueva obra de Rob Zombie. Y digo poco porque, a priori, nada podía ofrecernos una nueva versión de la mítica película de John Carpenter. A través de los ojos del antiguo líder de White Zombie, el resultado solo podía ser recrudecer la historia de Michael Myers para adaptarla a los tiempos que corren, en los que la gente ya no se asusta tan fácilmente a no ser que vea algo tremendamente desagradable en pantalla. Pero el cine a veces le sorprende a uno. Ahí radica parte de su magia. Empezaré anotando un pequeño guiño a la versión original, pero que es bastante significativo: se trata del uso de la famosa melodía que el propio Carpenter ideo para su película, una de las más reconocibles dentro del cine de género. Más de un seguidor de la primera entrega se emocionará cuando suena el tema principal. Es solo un pequeño detalle, pero deja claro que la presencia del Halloween de Carpenter es tenida en cuenta por la nueva versión… y para bien.
Seguramente, Rob Zombie ha procurado ser especialmente sensible en lo que a los fans de la figura de Michael Myers se refiere. No en vano, él mismo es uno de ellos. Como ya se ha dicho en alguna revista especializada e incluso cita uno de mis compañeros, el suyo es un respeto casi escrupuloso con la película original. Frente a remakes tan poco acertados como el de La matanza de Texas, Zombie opta por seguir las pautas marcadas por su predecesora, aunque se desquita a gusto en el primer tramo de la película. En efecto, ese prólogo que recoge la infancia y génesis del asesino obedece a la cinematografía personal del propio Rob Zombie, solo que en esta ocasión el realizador parece haber aprendido de sus errores y suaviza un poco su habitual violencia dialéctica y visual (ojo, solo un poco) de manera que el conjunto llegue todavía más al espectador. De hecho, se puede dividir la película en dos partes de forma bastante clara. Mientras que en el primer tramo la leyenda se amplia, en el segundo se recrea casi al milímetro, sin mayores pretensiones que el homenaje. Lo curioso del asunto es que las técnicas cinematográficas empleadas son también diferentes.
Contra todo pronóstico, en su nueva película Zombie parece haber comprendido lo que significa ser un buen director. Domina la cámara a la perfección y la pasea a su antojo por donde le conviene, logrando siempre una serie de secuencias de lo más efectistas. La acción está bien rodada y las apariciones de Myers, siempre por la espalda, constituyen la estampa más clásica del cine de terror de los años ochenta. Cambia de registro conforme pasan los años en la biografía del asesino de la máscara. Nada tiene que ver su persecución a través de esa casa abandonada con el crudo realismo del asesinato de los miembros de su propia familia, en la misma residencia. Además, sabe manejar el guión original a su manera, de modo que las nuevas escenas no desvirtúen esas otras tomas copiadas casi al milímetro. La fotografía es sucia en el primer plano, más elaborada y académica en el segundo, sin regodearse en ningún momento en la sangre.
Los actores convencen, empezando por el niño que encarna a Myers en su infancia, Daeg Faerch, que con esa camiseta de Kiss (gran referencia) trasmite mal rollo en todo momento. Gente sobradamente preparada, como Brad Dourif o Malcom McDowell, o con una gran presencia en pantalla, como Danny Trejo, hacen que el film parezca en todo momento lo que es, alejándolo de pretensiones realistas o recreativas en la violencia. Sus interpretaciones no pasarán a la historia, pero cuando Zombie decide contar con la labor de gente reconocible para el gran público en la segunda parte de la película deja bien claras cuales son sus intenciones. Destacar la sorprendente presencia de la mujer del director. Sin ser una gran interprete, Sherry Moon Zombie abandona los papeles de maníaca para adoptar un rol pequeño pero bastante difícil.
Evidentemente, el film tiene un defecto insalvable. La historia sigue siendo la misma y los detalles sobre la infancia de nuestro asesino tampoco aportan demasiado al personaje, aunque llegan incluso a humanizar sus actos. Aunque sea impagable descubrir el origen de la máscara, no es que esos puntos aporten demasiado a la presencia, casi sobrenatural, de nuestro gigante obsesionado por la muerte. Como tal, el psicópata posee las facultades habituales de este tipo de antihéroes del Slasher: puede desplazarse a voluntad a través de tiempo y espacio. Ni que decir tiene que todo se le perdona. Tampoco convence ese final, testigo mudo de que, al fin y al cabo, solo asistimos a una serie de crímenes en cadena. Con todo, se trata de la mejor película de Halloween desde la entrega original. La nueva versión de Rob Zombie se acerca más a las cuatro estrellas que al suspenso. Solo el amor que demuestra su propuesta por el cine de género ya las merece.