Sam Mendes es uno de los grandes directores de esa interesante generación de finales de los 90. Despuntó con American Beauty y nos ha dejado otras dos películas que se pueden conectar por un factor común: su gran belleza. Sin embargo, en estos momentos soy escéptico con su último trabajo. Cuidado, esto sólo significa que no será excelente sino simplemente bueno.
Desde luego, no se ha rodeado mal. Leonardo DiCaprio, uno de los mejores actores en activo, al que se lo rifan directores de la talla de Scorsese o Spielberg, en un rol que sin duda dominará. Kate Winslet, que acaba de conseguir no uno sino dos globos de oro, entre ellos el de mejor actriz protagonista por esta misma película. Una actriz que muchas veces apuesta por el buen cine y que funciona especialmente bien en papeles pasionales. Ya coincidieron en Titanic y lo hacen ahora en un trabajo mucho más maduro. Se comerán la película.
La fotografía, un elemento importantísimo en el cine de Mendes, corre a cargo de Roger Deakins, un gran profesional, habitual de los Coen (ahí es nada) y que ya trabajó con el director en su anterior trabajo, Jarhead, en donde se lucía con aquellas imágenes bellísimas del petróleo ardiendo en el desierto.
Todo apunta perfecto, el problema es que esta nueva incursión de Mendes en la familia, o en la pareja, o quizá en el individuo, me suena a menos, a una American Beauty de juguete. Una obra menor, interesante, atractiva y disfrutable, pero sin la energía de sus anteriores trabajos. Es decir, simplemente buena.
En cualquier caso, una oportunidad excelente para continuar disfrutando de la obra de un gran director al que hemos podido seguir desde el principio. Cuando los componentes de esta generación sean clásicos, nosotros podremos decir que estuvimos allí para verlo.