Crítica de la película Whiplash por Iñaki Ortiz

Una explosión de excelencia


5/5
17/01/2015

Crítica de Whiplash
por Iñaki Ortiz



Carátula de la película

Intelectualizar esta película, escribiendo un análisis pormenorizado, es matarla. Desvirtuarla. Porque Whiplash no hay que pensarla, hay que vibrarla. Es un arrebato de furia, una explosión de rabia. Whiplash es un chute de intensidad que adereza el aporreo incansable de la batería con un montaje frenético y una dirección absolutamente cool. Te carga las pilas, te salpica de sangre y sudor, y te vuelca un tornado violento que puede detenerse con la precisión de un chasquido.

Claro que si nos detenemos a pensar fríamente hay detalles que nos pueden hacer torcer el gesto. Algunas evidencias en el guión, como contraponer la ambición artística y profesional al conformismo, con conversaciones demasiado explícitas. Evidencias que contrastan con audaces decisiones de obviar lo que es efectivamente es obvio, y como ejemplo máximo el valiente corte a créditos del final sin ni siquiera esperar una reacción, no digo ya un epílogo. Adoro que las películas acaben exactamente al final del clímax. El guión juega con situaciones y personajes demasiado peliculeros, lo que desentona un poco con su ambientación de tono más bien realista, independiente. Solo cabe una opción, aceptar lo que es. Esa caricatura, de personajes y situaciones casi fantásticos, entre extremos e imposibles, como si viéramos a Don Cristal buscando a su superhéroe en El Protegido. No nos debe engañar sus imágenes elegantes, y sus temas alrededor de la exquisitez, Whiplash es una historia licenciosa, juguetona y de un efectismo narrativo mantenido desde la primera hasta la última escena. No olvidemos que su autor, Damien Chazelle, venía de escribir el artificioso guión de Grand Piano.

Whiplash es una eterna exhibición que pretende sumar intensidad a la intensidad. Es ese solo en medio de un concierto de jazz que se olvida por completo de la coherencia del resto y solo quiere levantar al público, hacerlo vibrar a cualquier precio, y arrancar una aplauso sincero que acompaña a la certeza de haber vivido una experiencia satisfactoria. Satisfactoria y agotadora. El espectador sale de la película con todo el agotamiento del protagonista cargado sobre sus hombros. Algo solo comparable a la experiencia de ver una película de Christopher Nolan. El agotamiento, en este caso, es la mayor identificación posible con el esfuerzo del protagonista.

La película trata del esfuerzo y de la ambición por llegar a ser un gran artista, aunque afinando un poco más, se podría decir que trata sobre la búsqueda de la excelencia; de la propia y de la ajena. En el país de la competitividad, una vez más vemos el empeño por ser el mejor y por hacerlo lo mejor posible, fuera de cualquier consideración razonable de calidad de vida. Un retrato de una meritocracia voraz, donde pueden sacrificarse decenas de buenos, por uno excelente. Con sus giros de puntos de vista, más que juzgar el sueño americano, nos permite comprender la pesadilla. Para ello, un juego de egos de dos personajes principales que no tienen demasiado de queribles, pero sí mucho de excelencia. Un maestro severo reconvertido a villano -al villano que siempre debieron ser este tipo de personajes- pero que se salva en cierto modo por esa capacidad de perseguir y sublimar la belleza, en un brillante diálogo musical. Una mezcla entre la profesora de Fama y el sargento de La chaqueta metálica pero con un talento y autoridad mayor que cualquiera de ellos.

Estos dos personajes, vértebra y cuerpo de la historia, son dos caramelos dulces y al mismo tiempo peligrosos para sus intérpretes -como las propias obras musicales. Pero ambos salen felizmente victoriosos. El chaval, Miles Teller, acaba de dar un puñetazo (ensangrentado) en la mesa para llamar la atención sobre aquellos que puedan verle solo como estrella de taquillazos juveniles (Divergente). Frustración, esfuerzo, lucha y sobre todo, una brutal energía, además de una razonable credibilidad a la batería -al menos para este pagano- le confirman como un actor a seguir. Aunque sin duda, el centro de todas las miradas es ese profesor, un J.K. Simmons de quien ya conocíamos su buen hacer pero no esas cotas de precisión. Consigue crear -con la inestimable ayuda del director- una sensación estresante, de suspense continuo en lo que simplemente es un ensayo, nada más que eso. Uno se cree por completo su capacidad de tener en un puño, en un gesto certero, el control absoluto sobre la orquesta, sobre su música y casi sobre las almas de los chicos.

La misma excelencia que buscan los personajes, la consiguen los actores al dar el máximo de sí mismos. La misma precisión y meticulosidad de los músicos, la consigue el director con un gusto por el detalle exacto -el plano de instante, los fluidos rebotando en los platillos, el ambiente académico- que eleva al máximo algunos momentos de la película, con una secuencia final que debería pasar ya a la historia del cine.



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