Y erre que erre que sigo en mis trece. Y es que por mucho que me pueda llevar tortazos, como me sucediera con "Hierro 3", desde lo más hondo de mi ser seguiré sacando la libreta y el lapicero para admirar la maestría que tiene el cine asiático para soñar con la mirada de una cámara, para pulir el frío cristal del objetivo y convertirlo en un jardín de fiesta en el que todos los colores están invitados, y, lo más importante, al que yo también lo estoy.
Y con este espíritu es con el que me zambullo de nuevo en el universo de Kim Ki Duk, un director raro, extraño, fascinante, onírico, para el que cualquier plano es válido para trazar líneas entre este mundo, aquél y el de más allá.
Otra vez me encontraré con un guión fragmentado, como si en historias cortas estuviese cosido. Disperso. Molesto para el lápiz clásico, pero de simbología frenética en el que uno se queda «turulato» haciendo cábalas y más cábalas.
Otra vez veré rostros desconocidos de actores asiáticos que luego nunca podré volver a identificar. Personajes que caminan por un libreto del personalísimo Ki-Duk, en busca de una historia, quizá, transgresora que seguro que funcionará en dos direcciones.
Otra vez me quedaré aplatanado al final de la película intentando escudriñar dónde está el fallo, que tendrá muchos, aplicando mi esquema academicista a una obra que nace "fuera de Matrix", intentando resolver problemas de guión en dos dimensiones, cuando, en realidad, lo que me han querido contar tiene tres. Lo que veo, lo que refleja y lo que subyace a todo ello.
Otra vez volveré a creer que el cine no se puede hacer así, y que no me gustan los envoltorios de muchos colores y brillantes.
Pero, una y mil veces, volveré a devorar cada película asiática que caiga en mis manos porque ya habré descubierto que no hay trozo más perfecto de cine que el más imperfecto.
Mas, no os alarméis, yo seguiré siendo el mismo en la postcrítica. El eterno retorno.