¡Vuelve Gus Van Sant! ¡Este tipo no para! Todavía colea su pseudo retrato de un Kurt Cobain que no es Kurt Cobain cuando se nos planta de nuevo en la cocina con esta vuelta a los orígenes. Lo cierto es que desde su remake estúpido de Psicósis, esa misma que creó el género Fotocopia en el Séptimo Arte, Van Sant ha ido volviendo poco a poco por sus pasos para plantarse en un estilo y una serie de intereses temático-formales muy similares a aquellos con los que se empezó a dar a conocer en el circuito indie.
Ya he dejado claro en varias ocasiones que no es Gus un director de mi gusto. No diré que nunca, pero al menos prácticamente nunca. Pero también diré que cuando peores resultados ha dado es cuando más comodón se ha sentado en el sofá, apartando la vieja silla de madera en la que empezó, dando órdenes en lugar de asentando la cámara en su propio hombro, y funcionando a base de dinero. Nunca mucho. Pero más que lo que acostumbraba. Hablo de azucarillos como El indomable Will Hunting e insensateces como la citada Psicosis.
Aunque no sea de mi agrado, el mejor Van Sant se encontrará en las historias personales, viciadas, sucias y obtusas con las que ahora vuelve a insistir. Le intuía vacuo y sibilinamente pretencioso en Last days, pero aquí le veremos con su original soltura y naturalidad. Sin color, sin respeto por la gran masa, sin rostros conocidos. Ese Van Sant que cuenta historias porque quiere, porque son sus historias -por mucho que se base en un texto autobiográfico. Ahora nos llega la que fue su primera Mala noche, un trabajo de 1985 que por arte y gracia de la moda de las redistribuciones viene a demostrarnos que, sí, siempre ha querido ser un grano en el culo para mucha gente.
Seguramente no contará con mi aplauso, como casi siempre, pero al menos tiene una voz propia e intransferible que, ojo, tiene sus seguidores y entregados defensores. Me consta. Eso es mucho. Muchisimo.