Mi nombre es Harvey Milk es una de las películas del año, así lo atestigua el hecho de que es una de las favoritas de la crítica. Hasta aquí, todo correcto.
Lo curioso del asunto es que el encargado de dirigir esta película es Gus Van Sant, un hombre que vive en el cine independiente más rabioso, pero que de vez en cuando se dedica a beber de la Industria con títulos mejores como El indomable Will Hunting (una película que me causó buena sensación cuando la vi por vez primera, pero que apenas se aferra en mi recuerdo) y otras peores como ese remake innecesario que es Psicosis.
De Van Sant me quedo con su cine independiente, cuando juega a ser Bela Tarr en Elephant, más que cuando juega a aburrir en Last Days; un director que, no olvidemos, tiene inédita en España su Paranoid Park, película que me apetece mucho más.
Van Sant tira de ideario y de condición para filmar una gran historia, de esas que sólo se pueden rodar en Estados Unidos, que calará muy hondo en estos tiempos de Obama y del Yes, we can. Una auténtica golosina para Sean Penn, que se asegura medio Óscar con este papel. Me alegra ver que el síndrome De Niro no lo consume aún.
Pero el gran valor de esta película ha de estar en la capacidad que tenga para ser coral, y para no ser un monólogo de Penn, con un grupo de secundarios de fábula: Emile Hirsch (Hacia rutas salvajes); Josh Brolin (No es país para viejos); Diego Luna (Y tu mamá también) o James Franco (En el valle de Elah).
La gran pregunta es ¿dónde se va a guardar Van Sant su estilo y su sello personal? La respuesta nos la dan los anteriores trabajos de él: en el convencionalismo.
No le pidas a un bizarro ser normal.