Hay que entender a Silvio Muccino. Es lo que pienso cuando apenas llevamos media hora de película. Pero no, no es de recibo, o sí. Él es director, guionista, adapta una novela suya y se da el papel protagonista. ¿El resultado? Que aparece en el 99 % de los planos, que en la mitad de ellos aparece o con el torso desnudo o follando, y que la vanidad excede el celuloide y le escupe a uno en la cara.
Como actor, Silvio explota de sí mismo el perfil de parecido a Russel Crowe, pero acaba cansando por los pocos matices que ofrece. O pone cara de mosquita muerta o se pone a gritar como un loco con problemas. Como director, una película muy plana, con poco talento, sin un estilo definido ni propio. No consigue ningún momento que quede en la retina. Parece apostar más por el texto que por la imagen y, sobre todo por sí mismo. De ahí que el póquer no dé lugar a ningún momento memorable, y los polvos con Benedetta en la fuente y con Aitana con ese fondo rojo sean una oda a la cursilería más insoportable.
Pero quizá la peor faceta la ofrezca como guionista. Comete quizá el error del novel al querer que su texto sea liviano y transcendente, pero la película donde pretende exhibir la sutileza de un martillo neumático. El colmo lo podemos encontrar en la escena en la que se juega a Oliva al póquer.
Una cosa es que el protagonista fuese Silvio Muccino, otra bien distinta es que se quiera tanto y nos lo quiera mostrar de manera tan ostentosa, repetida, pretenciosa y cursi.
Lo más salvable de la cinta es la actuación de Aitana Sánchez Gijón en un perfecto italiano. Ella no puede hacer más entre otras cosas porque el guión es tan poco realista, forzado, mecánico y las relaciones tan imposibles de creer, que bastante tiene con no resultar cómica.
Me ha recordado muchísimo a la sutileza de El principio de Arquímedes.