Si hubiera que realizar un listado con los nombres de los directores actuales más controvertidos, David Lynch ocuparía sin duda uno de los primeros puestos. Dejando a un lado sus producciones más comerciales, el estadounidense siempre ha destacado por plasmar en pantalla un particular universo onírico y surrealista que le ha granjeado tanto la admiración de un nutrido grupo de seguidores como la incomprensión de los amantes del cine más convencional. De lo que no cabe duda es de que la de Lynch es una de las miradas más interesantes del cine de autor. Precisamente en su figura va a tratar de profundizar este modesto documental, cuyo título nos deja las cosas bien claras.
Rodada con muy poco dinero y tan solo un par de cámaras digitales, esta producción ha seguido al director durante más de dos años, recogiendo una serie de eventos que pueden parecer inconexos entre sí, pero que sin lugar a dudas guardan una certera relación. De lo que habla este documental es del proceso creativo del director (más concretamente, del que atañe a su última producción, Inland Empire) y de la figura de Lynch, no ya como cineasta sino como artista multidisciplinar. No hay más que verle, siempre con un cigarro en la boca, fotografiando viejas fábricas en Polonia o pintando un extraño cuadro. Lo cierto es que el trabajo cumple su cometido con creces, pues llegamos a hacernos una idea de cómo de compleja y atractiva es la personalidad del director, expresada a través de sus múltiples matices.
Para empezar, más allá de la imagen del creativo excéntrico, enfocada desde el suelo cubierto de colillas y porquería de su despacho, se encuentra una persona tremendamente enamorada de su trabajo. Le vemos sufrir cuando las cosas no salen como a él le gustan, pero a pesar de todo insiste en más de una ocasión en la idea de que el proceso creativo debe ser, ante todo, algo divertido, que más vale abandonar si no nos produce placer. Esas escenas en las que le vemos tremendamente emocionado con sus fotografías o especialmente involucrado en cada detalle de su trabajo -en múltiples ocasiones aparece agachado en suelo, esparciendo sangre por la cara de una actriz o destrozando una pared con un martillo- nos da una idea de lo mucho que David Lynch vive su profesión. Igualmente curiosas son sus referencias a la meditación como forma de inspiración y método para alcanzar un necesario equilibrio interior, no ya deseable solo para el trabajo del cineasta sino también para la vida diaria de toda persona.
Otra de las facetas que explora el documental es la especial relación del director con sus actores. Para todos los mitómanos de Lynch, resulta un placer observarle junto a su musa, Laura Dern, siempre comprensivo pero dispuesto a todo para lograr sus objetivos. Cuando los miembros del equipo técnico no cumplen con su función, no escatima en malas caras, pero Lynch parece completamente incapaz de mantener sus enfados y siempre vuelve a él esa expresión de niño risueño. Sus referencias al montaje improvisado no significan que, en su cerebro, las ideas no bullan tremendamente claras. Esta es la historia de un hombre introducido en el sistema de la meca del cine, pero completamente alejado de los estándares que rigen la industria de Holywood. Así queda patente cuando graba sus mensajes diarios para los aficionados que le siguen a través de su página web -muy en su línea-, en sus conversaciones telefónicas o cuando relata a la cámara ciertos eventos ocurridos en su juventud en Filadelfia, que más tarde le influirían a la hora de rodar su Cabeza borradora.
Más allá de recurrir a un montaje planificado o cronológicamente ordenado sobre la figura del realizador, Black&Wite (las sospechas que levanta su anonimato pueden dar lugar a mucho juego) deja encendida la cámara para que sea el propio Lynch quien se defina a si mismo a través de sus acciones cotidianas. El trabajo no nos va a servir para comprender los insondables misterios que rodean a muchas de sus películas, pero si que puede dar una idea de lo que el realizador pretende lograr con esos puntos oscuros. Evidentemente, para todos aquellos que desconozcan la obra del director o no sepan apreciarla, el trabajo carece de interés. Se trata de un documental tremendamente sencillo pero efectivo, dirigido a un público muy concreto. Todos aquellos que amen profundamente a David Lynch no pueden dejarlo pasar.