Bienaventuradas las alabanzas, buenas palabras y opiniones en pro para sacar aún más brillo a esta obra maestra de Paul Thomas Anderson. Si ya en su momento Pozos de ambición nos dejaba a todos boquiabiertos y perplejos, este maestro de hacer cine, clase de historia y experto en lobotomías de la sociedad norteamericana más encerrada en sí misma, nos abre de nuevo las puertas de un escenario de buenas maneras y extraordinarios resultados. Con un corte clásico al más puro estilo del gusto de los mayores de la academia, The master, bien puede decir que es merecedora de rozar la estatuilla con la punta de los dedos al mejor actor, película y director. No sería una decisión injusta a falta del visionado de otras que con mayor ruido y volumen llegan pisando fuerte.
Bajo la batuta de un Joaquin Phoenix inconmensurable, supremo, perfecto, esta cinta visita el interior o más bien las entrañas del universo de una sociedad tan perdida en sí misma, la falta de fe pero la necesidad de creer, la lucha interior de un indefenso, un débil o víctima de todos los excesos y a la vez de un soñador de una sola ilusión, el moribundo placer de vivir libremente o bajo la mayor de las doctrinas: el destino. Al igual que con su pozo de ambición, Anderson, llena la cinta con algo más de dos horas de metraje con un pozo lleno de argumentos hacia el desencadenamiento, el libre albedrío, el librepensamiento, la ausencia de herramientas y el exceso de las mismas, en clave de una sociedad hermética con la necesidad de vivir en ella misma, fuera de los límites, abusando del espíritu humano. Una película-abanico de propuestas puestas en práctica con una lobotomía de protagonistas quebrantados, asolados e indefensos. Talla de director, más aún humana que goza de mi personal aprobación para llevarse cuantos premios quiera. Una piedra esculpida a poquitas, con tacto pero con ruido, el necesario para no poder dejar de pestañear y no estar ausente, agudizando algo más que los oídos. Obra maestra.