Muchos cineastas se regodean en lo más
crudo, en la miseria, en la violencia. Jacques Audiard también
lo hace, pero lo lleva a un punto más allá, a un nivel de una
contundencia emocional demoledora. Cada vez que uno de sus personajes
golpea, parece estar haciéndolo con toda su alma, volcando todas sus
frustraciones, traumas, penas. No pelean con las manos, sino con las
entrañas. Y, en concreto, en esta última película, lo podemos
apreciar en la escena del hielo, con los nudillos golpeando en carne
viva, no para romper una capa de hielo, sino luchando contra la mayor
de las adversidades. Personajes en el fango, que parece que han
tocado fondo pero aún resisten con la mayor brutalidad para no caer
aún más abajo. Luchadores. Antihéroes que llevan el villano
dentro: aquí son las cámaras de seguridad, en De latir mi
corazón se ha parado eran los desahucios. Los protagonistas
deben cargar con su propia vergüenza.
Todo en el cine de Audiard es
energía. Está en sus personajes, pero sobre todo en su manera de
rodar, con unas ganas increíbles. No deja ni un solo plano sin
cuidar, sin aportarle su particular estilo. Se me ocurre un plano del
camión, simple escena de transición para indicar el viaje. La
cámara está atrás, pegada en una esquina del camión, justo detrás
de una lona medio suelta hondeando con violencia al viento. Hasta en
esa transición hay una atmósfera de violencia, porque ese viaje no
es simplemente un desplazamiento, es un momento relevante, como todos
los demás.
No es un guión perfecto, hay un par de
giros demasiado forzados, demasiado convenientes para el guionista.
Es cierto. Pero por otra parte nos regala una atípica relación de
amor, sin clichés románticos pero de un fondo potentísimo y
enternecedor. Además, es capaz de contarnos una historia cruda,
terrible, impregnándola al mismo tiempo de cierta idea optimista
sobre la capacidad de lucha del ser humano. Un ejemplo, entre tantos,
lo encontramos con él, casi vencido, en el suelo, y ella serena
acercándose como apoyo muy efectivo, como muestra andante
indiscutible de lo que es capaz de conseguir la voluntad. Un plano a
ras de suelo, porque es donde está la cabeza de él y donde no están
los pies de ella.
De alguna manera, su tratamiento tan
explosivo de la violencia, recuerda al cine británico, a películas
como la reciente Tyrannosaur, pero sin perder los matices
sentimentales del cine francés. Una mezcla que da lugar a una
experiencia absorbente y sobrecogedora. Se agradece también cierto
toque siniestro, sin caer en el excesivo morbo pero con toques
bizarros como la protagonista siendo la manager de las peleas,
exhibiendo sus taras. Y dejo para el final la inevitable referencia
al enorme trabajo interpretativo de Marion
Cotillard, pero también de Matthias Schoenaerts.
Impecables los dos.