Oliver Assayas nos cuenta una pequeña historia, esta vez sin megacorporaciones o reflexiones radicales sobre el arte. Una historia cotidiana acerca de una familia acomodada y sus problemas con la herencia. El director demuestra todo su talento consiguiendo que los sucesos, que no son precisamente extremos, puedan llegar a emocionar al espectador, con momentos como el del protagonista sentado de espaldas en la cama negando su llanto.
Y esto lo consigue gracias a un tono hiperrealista, en el que cada pequeño detalle cuenta para construir una historia verdadera que podamos reconocer -por mucho que el estilo de vida de esta familia nos pueda quedar algo lejos- y por lo tanto sentir en toda su intensidad. Mientras otras películas tratan temas muy crudos pero son incapaces de conseguir que el espectador entre en ellos, Assayas lo logra gracias a su fina sensibilidad y a su meticulosidad a la hora de escribir el guión, sin necesidad de hablar de grandes desgracias.
Los diálogos, y en especial las impecables interpretaciones de los tres hermanos, nos regalan unas conversaciones cargadas de matices, donde el espectador puede captar las dos lecturas: lo que dicen y lo que piensan. Incluso anticiparse a lo que posiblemente dirán, dadas las circunstancias y el contexto del personaje.
Otros guionistas confunden cotidianeidad con rutina. En ningún caso es esta una película aburrida, quizá con excepción de alguna secuencia en la parte final, este es su único punto débil. Sabe manejar una película de personajes ofreciendo elementos de interés. Sobre todo, sabe hacer que comprendamos los sentimientos del protagonista y que lo hagamos nuestros.
Con este tipo de cine, entrenamos una parte importante de nuestro ser: aprender a ponernos en el lugar del otro.