Wes Anderson nos regala otro de
sus inconfundibles trabajos estilizados, con una forma de rodar tan
personal como reconocible. Con esos travelings laterales, casi
siempre en gran angular que va transformando el escenario a saltos, y
que en ocasiones nos sorprende con un elemento apareciendo en primer plano. Los
paneos de 90º exactos que vuelve a cambiar el escenario -y la
escena. Imágenes naif, con grandes carteles y
edificios icónicos, letras infantiles, mapas salidos de la
imaginación de un niño más que de la mano de un cartógrafo.
Visto en perspectiva, la decisión del
director, en su anterior película, de abordar la animación no se
alejaba demasiado de su cine. Lo podemos comprobar en los amagos de
stop-motion en la ruta que se traza sobre el mapa. En la imagen de
cómic que resulta de los protagonistas colgando de la torre sobre la
noche. Los personajes caracterizados y vestidos - si no disfrazados
- casi como un dibujo carismático de Hanna-Barbera en los 70.
También el argumento es muy suyo, con esos chavales tan
artificialmente adultos, conspiradores y ambiciosos (quizá en unos
años ingresen en Rushmore).
Todos estos rasgos se mantienen para
regocijo de los fans (entre los que me encuentro sin atenuantes),
pero también se percibe un cambio en su cine, un cierto descenso de
esa nube de estética cool exquisita, para rodar de un modo más
físico, más terrenal, ensuciando la textura de la imagen, aportando
la nostalgia de unas imágenes que en ocasiones parecen salidas de un
Super-8, por su color desviado, su ocasional grano y por algunos
puntos de vista demasiado evidentes. Compensa las excentricidades con
buenas dosis de romanticismo sincero y drama en su justa medida. Se
puede decir que es un Wes Anderson más abierto. También se acerca
más a la influencia del cine francés de los 60 y 70, algo que
siempre había estado presente de una manera más sutil en su
filmografía. Quizá con la separación de su coguionista habitual,
Noah Baumbach (quien después por su cuenta rodara un homenaje de lo
más explícito a Rohmer con Margot y la boda) podríamos
pensar que la influencia iba a ir a menos. Al contrario, y no sólo
por la explícita inclusión de música francesa (cosa que ya ocurría
en anteriores títulos), sino por el tratamiento del drama romántico
tan característico. Su segunda colaboración con el compositor (también francés) Alexandre Desplat, se vuelve a confirmar como un enorme acierto (para ambos).
La película pasa en un suspiro, y uno
se queda con ganas de ver más de ese repartazo. Anderson elige
actores que no sólo son eficientes, sino que tienen esa personalidad
que hace que siempre los agradezcamos en pantalla: Edward Norton,
Bill Murray y un Bruce Willis en su especialdidad: la
de tutor infantil. Anderson consigue ser fiel a su estilo y deleitar
a quienes lo admiramos, construyendo al mismo tiempo una historia más
explícitamente emotiva (en otras ocasiones, sus emociones se
esconden detrás de un gesto cínico o una mirada fría) que consigue
que la gran mayoría del público le aplauda convencida.