Café Society debe ser de Woody Allen. Sí, debe serlo porque hay una familia judía de las de antes, con un matrimonio cómico, como en Días de Radio, como en tantas otras. Debe serlo, porque esa confrontación de la vida en Los Angeles frente a la de Nueva York, con lo que representa cada una, ya la vimos en Annie Hall, entre otras. Debe serlo por ese humor negro sobre la delincuencia, como Chazz Palminteri en Balas sobre Brodway o Tim Roth en Todos dicen I love you. Debe serlo porque hay una reflexión sobre la muerte, como en Magia a la luz de la luna, y otras muchas más. Debe serlo, en definitiva, porque su nombre aparece en esos créditos que se vienen repitiendo durante años, y que nos ilusionan al ver una nueva película del maestro.
Y sin embargo, todo parece una copia descafeinada de sí mismo. Como si fuera la obra de un admirador sin demasiado talento. Porque el mafioso no tiene la chispa de los irónicos personajes de Allen; la familia es una copia rutinaria de sus otros trabajos, sin gracia; porque el contraste entre Los Angeles y Nueva York está pintado a brocha gorda; porque el diálogo sobre la muerte está metido a calzador entre dos secundarios, como si su referencia fuera obligada pero no venía a cuento. Todo parece una mala imitación.
Pero más allá de la mala copia, encuentro varios elementos decepcionantes. El primero es la estética de la película. La artificiosidad del gran Storaro resulta burda, con un naranja agresivo, tan propio de él, pero también caricaturizado, para separar las imágenes de la costa Oeste de las de la costa Este. Es raro porque Allen parecía dominar este contraste en Annie Hall, con una luminosidad especial y espacios abiertos para Los Angeles. Esta brocha gorda en tonos naranjas sepulta cualquier atisbo de magia en sus imágenes, que pudiera reforzar las emociones de los personajes -algo muy conseguido en su anterior película, Magia a la luz de la luna. Los movimientos de cámara son rutinarios y funcionales, como si Allen estuviera probando su nuevo juguete: es su primera película en digital, que le permite algo más de libertad de movimiento. Y aunque use una cámara digital, en muchos aspectos parece tener las mismas ideas de cuando rodaba en analógico. Quizá no tiene una edad para cambiar ahora, después de más de 40 películas.
El segundo aspecto que me resulta decepcionante es lo planas que son las relaciones de la película. El clásico romance entre jovencita y maduro que duda sobre dejar a su mujer, que podría habernos ahorrado porque es de manual. El pagafantas y la dudosa que sí, también nos lo sabemos. Querer lo que no se tiene, algo que nos ha contado Allen tantas veces y todas ellas mejor, sin usar personajes tan tópicos, tan elementales.
Para colmo, la película es enormemente dispersa. La subtrama de la mafia parece un apéndice amorfo que no tiene nada que ver con el núcleo. Amaga con varios temas -como el comentado de la muerte, pero sin que formen parte de la idea central. La película se titula “Café Society”, pero dicho café aparece tarde y apenas tiene relevancia. El conflicto, que ya de por sí es simple, se desinfla a la mitad de la historia, que después avanza a rastras.
Quizá lo peor, y gran parte del problema generador de otros problemas, es que los personajes no tienen química ni encanto. Jesse Eisenberg en un papel sobreactuado que no aporta demasiado y con el que es difícil conectar por su antipatía personal. Kristen Stewart, asfixiada por un personaje apático, del que no sabe conseguir matices interiores. El gran Steve Carell encorsetado en un personaje gris -que a pesar de todo puede ser el que tiene más personalidad. Poco importa quién quede con quién porque todos son personajes sin interés. Peor están los secundarios, que apenas destacan.
Fallida prácticamente en todos los sentidos, aunque parece encontrarse cerca de lo que debería funcionar. A veces, una copia minuciosa no funciona porque simplemente no tiene alma. Es una pena, después de tres buenas películas. A pesar de todo, espero con interés la próxima. Allen tiene crédito infinito.