Sucede muchas veces con las películas basadas en hechos reales, incluso hechos históricos, como es esta, que resultan cualquier cosa menos creíbles. Uno sospecha que detrás de ciertas acciones que quedan gloriosamente limpias en pantalla, se esconden tejemanejes, intereses, trampas y todos esos lugares oscuros que una película como esta jamás querrá explorar. Y eso que, precisamente, busca señalar que existen las zonas grises, y que las cosas no son tan fáciles como parecen. Pero es que al final, lo que pretende concluir resulta aún mucho más fácil que lo que suele aportar la realidad.
Vemos, una vez más, la relación de amor odio que tienen los americanos con las tradiciones japonesas, ese rechazo inicial ante lo diferente, y esa veneración final ante su concepción del honor y sus valores, que no revela más que el núcleo conservador de la sociedad americana, esencialmente no tan distinta de la nipona. En todo caso, como digo, lo vemos una vez más. Y para hacer una lectura tan maniquea, me quedo con El último Samurai, que al menos sabe jugar la baza del cine de palomitas bien jugada. Todo para desembocar en una exaltación del emperador, como salvador y figura de máxima honorabilidad, además de humildad paradójica. Ya nos sabemos la historia, no la suya, la nuestra, pues aquí también tenemos nuestro rey salvador de la democracia.
El caso es que todas estas cuestiones, bastante rancias y discutibles, podrían ser perdonadas si la película al menos tuviera unos valores cinematográficos aceptables. Pero no. Narrativamente es torpe en su estructura, en sus conflictos y en sus resoluciones. La historia de amor es tan rutinaria como la investigación. A nivel estético es, siendo generosos, correcta. Y en el apartado de interpretación, se sustenta en un solo nombre, Tommy Lee Jones, en un papel a su medida pero, por más que importante, muy secundario. Matthew Fox, verdadero protagonista, casi omnipresente, no da para mucho