¡Mañana por la noche desembarcaremos en el Lido de Venecia! Todavía recuerdo lo insólito (y lo fascinante) que me pareció la decisión de emplear este enclave para celebrar uno de los festivales de cine más importantes del mundo. El viaje es, cuando menos, curioso: a medida que uno se acerca al final del trayecto de ida ―y, por ende, al principio del certamen― cabe pensar que el festival se aleja del resto del mundo todo lo que puede, que solo es accesible para una minoría privilegiada. Venecia es una ciudad ya de por sí única y aislada, un microcosmos, un lugar que, a pesar del flujo continuo de turistas, sigue anclado aparentemente en alguna parte entre el pasado y la marginalidad. El Lido, en este sentido, es un viaje en dos direcciones perpendiculares: una, hacia la actualidad ―calles de calzada y acera, turismo de playa, villas y canales de menor ostentación…―; otra, hacia la distancia ―la isla, estrecha y alargada, se aleja todavía más de la zona continental, del mundo exterior…―. Sin embargo, es allí hacia donde nos dirigimos todos, en cualquier tipo de embarcación pública o privada: los pobres y los ricos, los currantes y las estrellas, los que escriben y los que protagonizan, los que el cine reúne y una cámara o una pantalla separa, como el Lido separa el Adriático de Venecia.
A ver qué nos depara esta 68ª edición. Por lo pronto, promete. Os lo iremos contando.
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