Es obvio que la última entrega de Star Wars busca satisfacer a los nostálgicos de la primera trilogía, que no tragaron bien las novedades, a veces delirantes, de las tres precuelas. Por eso, la película viene a ser un calco de la primera entrega, con tal asombrosa exactitud en su primer acto que casi parece un remake. También tiene algunos componentes dramáticos de El imperio contraataca. Lo cierto es que ese primer acto, calcado, es con diferencia lo mejor de la película, que después va perdiendo fuelle, con menos épica, menos aventura. En la misma medida que va pasando de ser un remake, a un homenaje, un recuerdo, un catálogo de guiños. Una película para fans. Pero voy a ir más allá: El despertar de la fuerza no es solo una película para fans, es una película sobre fans. Ese es el verdadero argumento de la película.
Vivimos en un tiempo dominado por los realities, donde la ficción va perdiendo importancia. Ya lo comenté hace unos años hablando de Hannah Montana. Otro ejemplo reciente muy claro es la saga de Los Mercenarios, también para nostálgicos, y donde la trama no trata sobre los personajes sino sobre los intérpretes. Sobre cuándo aparecerá Arnie o Chuck Norris, y cuál será la escena cumbre de cada uno. El argumento es solo una excusa. De la misma manera, El despertar de la fuerza no trata sobre los personajes, sino sobre lo que supone ser un verdadero fan de la primera trilogía.
No es casualidad que uno de los protagonistas, Finn, sea tan vulgar. Es literalmente, una figura anónima: no tiene nombre, tiene un número, como cualquier miembro de un club de fans. No tiene ninguna habilidad especial, sin embargo es, creo, el personaje con más metraje. El escaso papel de Poe Dameron parece servir solamente para que Finn se relacione con un héroe. Todo fan querría hacerse amigo de uno de los mejores pilotos de la Alianza Rebelde. Finn vive aventuras sobredimensionadas para sus aptitudes y termina manejando un sable láser y enfrentándose al poderoso villano. Da igual que esto reste toda verosimilitud a la aventura, o que rebaje tanto al villano que todo pierda valor. Finn es Fann, un fan que se ha montado en la montaña rusa de Star Wars y ha cumplido los sueños húmedos de cualquiera -incluidos los de coquetear con una jovencita de tiene los midiclorianos más excitados que las hormonas. Está pasando un gran día en el parque de atracciones de Star Wars que le ha montado Disney.
Pero, sin duda, el fan por excelencia es Kylo Ren. Es el típico chaval rarito al que le gustan más las viejas películas de Star Wars que las nuevas pelis de super héroes de Marvel. El personaje se disfraza de Darth Vader. Sí, esto también es literal, no olvidemos que se pone un casco que no necesita realmente. Lo hace mientras adora la reproducción del casco de Vader que compró por Amazon. Perdón, quiero decir, el casco recuperado de su abuelo. Su motivación principal no parece estar relacionada con su propio pasado -veremos, lo que nos cuentan más adelante- sino, sobre todo, por la admiración, la pasión por ese villano, el mejor personaje de la saga y, quizá, el mejor villano de todos los tiempos. Es normal. Kylo Ren es el lado oscuro del fan. Es un chaval que está en edad de querer ser malote, y lo canaliza a través de su emulación Vader. No era así en el primer acto, en el que aún parecía un temible y poderoso villano. Poco a poco, vemos que todos son chavales jugando a ser personajes de Star Wars, rematado en la pelea final que, como ya he comentado, es desastrosa.
Si Finn es el típico fan plano, al que simplemente le gusta el universo Star Wars en general; y Kylo Ren es el fan obsesivo de Darth Vader; Rey es una fan absoluta de la fuerza. De las que marca la casilla Jedi en la encuesta británica sobre religión. Apasionada por las fuerzas del bien, El Halcón Milenario, Luke Skywalker, sueña con ser una recta Jedi poderosa pero siempre desde el lado luminoso. Ella y Kylo Ren tienen una escena en la que juegan a que ambos poseen la fuerza.
¿Dónde está ambientada?
No está ambientada en el espacio, no, es mucho más mundano, El despertar de la fuerza está ambientada en el mayor y mejor museo de Star Wars imaginable. Este museo es mejor que cualquier convención que se haya hecho antes. Caminas por él y te topas con el Halcón Milenario original. La espada de luz de Luke -y antes, de Anakin- tampoco podía faltar. El casco de Darth Vader (¿vendrá firmado por David Prowse?). Son elementos icónicos que los personajes van encontrando, a veces por pura casualidad, el universo es un pañuelo, otras veces se resuelve con un “ya hablaremos de ello en otro momento”. Y para reliquias, Harrison Ford, que no puede ni correr 10 metros seguidos. Las reliquias humanas, que no se conservan en formol, ni en carbonita, sino en botox, van apareciendo con presencia más bien testimonial, sobre todo en el caso de los mellizos. Leia y Luke no son intérpretes, son parte importante del atrezzo. Han, sorprendentemente para su estado, sí que tiene relevancia argumental. La reliquia de mayor importancia es Luke, pues la película está enfocada desde el punto de vista de su fan, Rey, que recorre la galaxia para encontrarle y por fin conseguir su preciado autógrafo. Perdón, quise decir “entrenamiento Jedi”.