Segundo largometraje de Michael Haneke, tras El séptimo continente, que vuelve a partir de una noticia aparecida en prensa para crear otra de sus incómodas atmósferas. La manera de iniciar proyectos a través de noticias de páginas de sucesos recuerda al personaje de Fele Martínez en La mala educación.
En esta película, se puede asegurar que el cine de Haneke da un importante paso en pos de su sofisticación. En la filmografía del director muniqués tiene una gran importancia el medio audiovisual, desde la presencia sempiterna de televisiones en sus películas, hasta el uso que sus personajes hacen de cámaras, llegando a su momento climático, quizá, al uso que de la misma se hace en Caché.
Si en El séptimo continente se vislumbraba esta importancia que Haneke quería dar a la televisión en la parte final, en concreto en las escenas en que la familia ve un par de conciertos en televisión, en El vídeo de Benny se erige, a la vez, en protagonista y en recurso formal.
Benny es, una vez más, un chico perteneciente a una familia acomodada, o en otra terminología burguesa, sin aparentes problemas, entendiendo por problemas sólo los económicos, consentido, despierto e inteligente y con una curiosidad sin límites.
Pese a que la película es de 1992, puede catalogarse a la misma de visionaria. Si hoy uno abre un periódico se encontrará con noticias que hablan sobre atrocidades perpetradas por niños o por adolescentes, cuya justificación muchas veces está ligada al puro morbo por lo desconocido, la curiosidad mal entendida o la sensación de que aquello que se ve en una pantalla es sencillo y lejano de lo humano.
El vídeo de Benny habla sobre la culpa de la familia, más que la culpa de la sociedad. Haneke se preocupa por mostrarnos al inicio del film a Benny solo, con mucha independencia, con unos padres que dejan una nota al chico y le dejan solo un fin de semana, que le permiten que su cuarto se convierta en lo que él quiere, que no es otra cosa que una representación de la realidad. No mira a su calle, sino que lo hace sólo a través de su cámara, que enfoca la calle.
En la trascendental conversación entre el padre y la madre en la cocina, el padre le hace ver a su mujer que existe una responsabilidad en sí mismos por los actos perpetrados por su hijo.
La manera de filmar de Haneke vuelve a cargar las tintas en cosas rutinarias, en planos de detalle ciertamente representativos de una sociedad, más que deshumanizada, repetitiva, quizá mecánica.
Pero lo trascedental del discurso es que la misma sólo aparece como marco, no como causante, algo que no sucedía de la misma manera en su anterior película.
Conviene destacar el trabajo de los actores, en especial de un primerizo Arno Frisch, excelente, con el que Haneke repitió en Funny Games; y del tristemente fallecido Ulrich Mühe, al que quizá todos recuerden por La vida de los otros.
La mirada de Haneke es fría, pero muy lúcida, inteligentísima, capaz de componer una escena con múltiples capa de ficción o de realidad en la casa de Benny a través del uso del vídeo, de lo que está en el plano y lo que no, del uso de la imagen y del sonido. Un hallazgo que justifica ver la película, que pese a sus 17 años mantiene una vigencia absolutamente inquietante.