Findeexpress festivalero


21 de Septiembre de 2009
por Hypnos

El Festival de Cine de San Sebastián, como cualquier festival de cualquier arte, es sinónimo de intensidad. Apenas han sido 36 las horas que he estado en el festival donostiarra, pero vaya si han merecido la pena.

Desde Chamartín (en Madrid) partió un tren a rebosar hacia San Sebastián, empezando a acumular retraso desde el primer momento. Un descarrilamiento llevó el retraso hasta casi los 45 minutos, lo que unido al aguacero que caía sobre La Bella Easo, y a la falta de servicio de taxis de la ciudad, hizo que casi no llegásemos a la sesión golfa de Malditos bastardos en el Kursaal 2 a las 24.00. Es realmente lamentable que una ciudad como San Sebastián, y en un evento como el festival de cine, te veas obligado a recorrer la ciudad para buscar un taxi, cuando en la estación de tren había una cola enorme y en la que los taxistas ni se molestaron en pasar.  Lamentable.

Sin cenar, directo a las más de dos horas y media de lo nuevo de Tarantino. Habrá postcrítica, claro está, pero he de decir que la película de Tarantino es buena. Con un primer capítulo de obligado visionado en cualquier escuela de cine. Ahora bien, la sensación que tengo tras acabar el film es amarga, no tanto por cuestiones estrictamente cinematográficas, sino por lo que rezuma el film. Ya lo comentaba en mi precrítica, Tarantino se ha apuntado a la liga provenganza que de una manera implacable tras el 11-S pretende ajustar cuentas o alimentar un sentimiento que puede que esté arraigado fuertemente en los Estados Unidos. Un sentimiento que, unido al Holocausto judío, da con una película cuyo amor por la saña y la venganza ciertamente turbe. Más cuando la gente piensa que es sólo un divertimento de Tarantino y ría en la escena climática de la venganza. El sustrato filosófico que alimenta la película me resulta abominable y me repulsa.

Casi a las 3 de la mañana hay que rendir cuentas con el estómago, y qué mejor sitio que el Txiki Jan, uno de los locales de la Parte Vieja que a esas horas te puede dar comida. En la capital del pintxo, cualquier cosa con aspecto a hamburguesa a esas horas te compensa.

Tras un madrugón importante llega la hora de acometer la dura jornada de cuatro películas que nos esperaba el sábado 19. La primera, Le refuge, de François Ozon, que llega bajo una tromba de agua y un copioso desayuno por nuestra parte.

Otra de las cosas que más me disgustan del Festival es su malconcebido sentido de lo justo. Todas las sesiones no son numeradas. Hay que entender que, por un lado, ganarás en rapidez a la hora de que la gente llene la sala, pero da lugar a que te pases el día haciendo colas, lo cual puede tener su gracia si el día acompaña, pero te desespera si, como ha sido pauta en todo el fin de semana, llueve sin parar. Supongo que gusta ver que la ciudad se llena de colas y de expectación y que, de esa manera, el que más se lo merezca y más tiempo pase pueda escoger un mejor sitio. Pero resulta que cuando uno se tira haciendo cola para comprar entradas desde las 04.30 de la madrugada, se queda sin entradas porque un listo se despierta a las 09.00, se conecta por Internet, y le acaba birlando las entradas al noctívago. No tiene sentido.

Lo que aconteció en Le refuge no lo había visto jamás. La película se inició con normalidad. Los primeros diez minutos del film deben ser calificados como lo ha hecho Boyero, de “hipernaturalistas”, y de mucho asco para alguien, que como yo, tiene aprensión por las agujas hipodérmicas. Tanto es así, que tras cerrar los ojos para no ver la pantalla, las imágenes de Ozon seguían golpeándome de tal manera que empecé a notar que alguien rebobinaba mi digestión. Estaba a punto de marearme. Sólo encontré una solución. Levantarme y abandonar discretamente la sala para que me diese el aire. Salgo medio pálido y pregunto a las azafatas del Kursaal si puedo volver a entrar. Me escudriñan con la mirada y de mala gana me dicen que por la puerta de arriba para evitar deslumbrar la pantalla (y eso que hay doble puerta).

Miro por los ventanales del Kursaal y voy al baño a echarme agua en la cara, rezo mis credos de hipocondríaco y me apresto a volver a la sala. Mi intención no era subir, sino entrar por donde he salido. Oteo el horizonte y descubro que “no hay moros en la costa”, las azafatas han abandonado su puesto. Abro la primera puerta y descubro que la inquietud de está apoderando la sala que discretamente había abandonado hacía cinco minutos. Me entero de que alguien ha pedido un médico y de que, incluso, se pide parar la proyección. Entro en la sala para tranquilizar a mi acompañante. Yo estoy bien, pero no así alguien que está tumbado entre dos filas de butacas y que está recibiendo la asistencia médica de la DYA. Las luces de han encendido parcialmente, mientras la película continua con un funeral. Puro cinema verité.

Finalmente, se detiene la proyección entre tímidos aplausos. Son minutos de incertidumbre. El joven que ha sufrido el susto es puesto en una silla de ruedas. La desvergonzada de delante de mí fuerza el zoom de su cámara digital para inmortalizar un momento que ella considera importante, pero que cabría calificar como de intrusión a la intimidad.

Lo peor ha pasado, el susto se desvanece cuando el joven, pálido y con sudores fríos en el rostro abandona la sala en una silla de ruedas. El público aplaude, él levanta la mano. ¿Qué pensará hoy esa persona?

Se reanuda el film y, pese a todo, me cautiva y lo aplaudo con energía.

Una sesión de pintxos en el Bergara de Gros nos hace recuperar las fuerzas para Chloe, de Atom Egoyan, comparto café y diez minutos con mis compañeros Sherlock y Beiger, que nos acompaña a la proyección en el Victoria Eugenia. Me decepciona, y mucho, la película, con un argumento y puesta en escena de telefilm. Habrá postcrítica.

Salir del Victoria Eugenia para volver a hacer cola para entrar de nuevo en la misma sala. Es el turno de Yuki y Nina. Un tostón, lucho por no quedarme dormido en las butacas más cómodas de todo el Zinemaldi. Lo dicho: un tostón. Para divertirme, imagino que mientras Yuki vaga por el bosque se cruza con Charlotte Gainsbourg. Es puro delirio.

Entre peli y peli, en el festival, hay que ir de pintxos. Y así fue: ambientazo por la Parte Vieja. Imposible ir a La cuchara de San Telmo, y puesto luchado en A fuego negro. Recomiendo a todo el mundo la hamburguesa de Kobe. Más pintxos rematados con un gin-tonic en la terraza del Victoria Eugenia. Esto es vida.

Llega la hora de Fernando Trueba, presentación de gala en el Kursaal 1. Lo que al público de Donosti le gusta. El glamour, aunque sea un poco de segunda. Agrada cruzarte con Emma Suárez, Maribel Verdú, el propio Trueba, Bárbara Goenaga, ¡incluso con la ministra Sinde!

Ahora bien, una vez más el festival tan del pueblo llano nos juega una mala pasada. Los que religiosamente pagan su entrada a quedarse ciegos en primera fila o al gallinero. Claro, porque más de quince filas del mejor sitio están reservadas para…¿quién? Supongamos que amiguetes, amigos de amiguetes, amigos de amigos de amiguetes, políticos, el patrocinador de turno, en fin, un colchón que hace que se amortigüe el estreno. Si voy de gorra, pues no me voy a poner a pitar.

La película de Trueba no funciona. Da pena ver que el director de Belle Epoque y La niña de tus ojos patine de esta forma tan primeriza. Habrá postcrítica.

Queda tiempo para poco más, una copa en el Iguana, donde coincidimos con Nacho Vigalondo y preparar el viaje de vuelta en tren.

Los lunes son duros, pero más si en apenas 36 horas uno viaja a Chile, Japón, Estados Unidos o asiste al trabajo de los Bastardos. Es la magia del cine…¡que continúe por siempre!





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Tags: Zinemaldia



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