Con ocasión de
la retrospectiva que el Festival de Cine de San Sebastián dedica a la figura de
Jacques Demy aprovecho para en esta serie de post analizar algunas de sus películas,
las que considero más representativas, rindiendo un sincero homenaje a un
director, quizá no demasiado conocido por el gran público, pero que sí
considero clave dentro de la cinematografía francesa y, por ende, mundial.
Arranco este
homenaje por el principio, como no podía ser de otra manera, con su ópera
prima, Lola, rodada en 1960, en plena eclosión de la Nouvelle Vague. Pocas veces se
puede resumir en los primeros minutos de una obra inicial tamañas ganas por
rodar como las que muestra Demy en el inicio de este film, en el que además
aprovecha para darnos algunas claves de lo que será su manera de entender el
cine.
La película está
ambientada en Nantes, ciudad donde Demy pasa gran parte de su infancia y que
será escenario habitual de las películas de este director. En los títulos de crédito
iniciales que vamos a ver a continuación vemos que la película está dedicada a
Max Öphuls, director de la excelsa Lola Montes, con quien esta película no sólo
comparte título. Así mismo vemos el uso que Demy hace de la partitura de Michel
Legrand, extraordinaria durante buena parte del film, sino también el segundo
movimiento de la Séptima Sinfonía
de Beethoven que se enrosca en los momentos claves del film para acentuar la
fuerza de los personajes. Os dejo con la secuencia inicial:
El film está construido con una irregularidad muy propia de las óperas primas, con un deseo por parte de Demy de tratar los que se convertirán en sus temas incesantes: el Destino, la búsqueda del amor, la constante huida. Sin embargo, en esta película se dan cita de manera un tanto irregular la pasión del propio Demy por referencias americanas tales como los musicales de MGM con la cierta experimentación de la Nouvelle Vague. De hecho, Demy colabora en este film con Raoul Coutar, que venía de rodar Al final de la escapada con Jean-Luc Godard en París. Digamos que el posicionamiento inicial ya de Demy estará más en consonancia con François Truffaut, que con los postulados más vanguardistas del citado Godard o Resnais y del resto de enfants terribles de la Nouvelle Vague. La película está rodada en exteriores y con un blanco y negro totalmente saturado que, en ocasiones, presenta a los personajes como auténticas sombras recortadas en las calles de la calurosa Nantes.
Lo que más me fascina de este film es la manera en que está construida su narrativa, con una suerte de círculos conexos que acentúan esa sensación de destino y de fragilidad en los sentimientos de los jóvenes protagonistas. La historia de Lola y Michel parece verse reflejada en la pequeña hija de Madame Desanoyers y sus encuentros con el marinero Frankie; y, a su vez, la historia de Roland Cassard, viendo en la pequeña el parecido con Lola, le hace recordar su primer amor. Todas las historias parece que se retroalimentan y funcionan con unos desequilibrios con los que parece jugar el Destino. El pasado marca a todos y cada uno de los personajes, menos quizá al de la joven niña que se ve marcando una muesca en su presente, a través de lo que podría llegar a ser.
El film cuenta con aciertos notables y con escenas de experimentación como la que a continuación os refiero, muy propias de su tiempo, que funcionan en cierta medida en el film pero que vistas con la distancia resultan un tanto demodé.
El film es una gozada desde el punto de vista de la dirección, con un Demy que perfectamente muestra su conocimiento y saber hacer en lo que a profundidad de plano se refiere, con continuos elementos de espejo y sabiendo, sobre todo, sacar todo el provecho de Anouk Aimee, que resulta tan difícilmente creíble en su papel como adorable. Sabe guiar por las calles de la calurosa Nantes a un grupo de personajes parcialmente anodinos que, gracias a su pasado y a sus sentimientos tan humanos, se nos muestran con la naturalidad de una puesta de sol.