Por fin llegaron los primeros fiascos. Los cinéfilos hablan en Venecia de la delegación francesa en el festival, tan numerosa como, en lineas generales, decepcionante. No he tenido todavía oportunidad de ver ninguna producción gala en el certamen, pero no ha sido necesario para sufrir el primer desengaño veneciano, ¡y por partida doble!
En una noche marcada por la proyección para el público de Contagion, de Steven Soderbergh, y por la presentación del esperadísimo documental Inni en la sección Venice Days, con la inestimable presencia de los miembros del grupo musical islandés Sigur Ros, objeto de la película, también se proyectaron dos obras que terminaron acaparando mi atención.
La primera de ellas es La folie Almayer, nueva cinta de la veterana directora belga Chantal Ackerman. El inicio fue prometedor, con algunas tomas brillantes: un apuñalamiento de un cantante y Nina, una de las bailarinas del show, que, ajena a todo, sigue ejecutando sus movimientos mecánicamente; faros de un barco dispuestos de tal manera que la embarcación parece un rostro fantasma listo para atravesar la cuarta pared. La naturaleza de la jungla en contraposición con el camino planificado por los hombres es otro logro de la película. Sin embargo, el anacronismo técnico y el estilo plúmbeo marca de la tropa (me cuentan que Phillipe Garrel, autor de Un été brûlant, presentada también en Venecia y acogida con semejante división de opiniones, estaba en la proyección y salió del cine entusiasmado) impiden cualquier tipo de narración sensata para una historia que, recordemos, escribió Joseph Conrad y que Ackerman ha transformado en un delirio sin ton ni son que adormeció a la media Sala Darsena del Lido que no abandonó la proyección antes de tiempo.
La segunda es el primer largometraje de James Franco tras las cámaras: Sal, una reconstrucción del último día en la vida de XXX. La expectación era enorme: los alrededores de la Sala Grande estaban abarrotados de jovencitas que consiguieron autógrafos y fotos del apuesto americano, mientras en los pasillos del edificio nos acumulábamos los cinéfilos nocturnos que no queríamos perdernos ese pase a medianoche. El resultado, sin embargo, no fue el esperado, como hicieron notar los breves y tímidos aplausos que apagaron el entusiasmo con que James Franco acudió a la presentación en público de su película. Ésta, como sucede con tantos otros actores que se animan con proyectos tras las cámaras (sin ir más lejos, Al Pacino acaba de presentar en el Lido Wilde Salomé, con mejor acogida que Sal), peca de todo proyecto encabezado por un amateur. La narración no es todo lo fluida que se pretende, el montaje es deficiente y el personaje principal no termina de perfilarse ni de lograr, por ende, identificación alguna con el espectador. Por lo demás, la cinta es la crónica de una muerte anunciada que, lastrada por sus limitaciones, adormece a un público al que al final le daba igual lo que Sal significase para Franco.
El día siguiente estuvo marcado por la proyección de Alpis, esperadísimo tercer largometraje del griego Yorgos Lanthimos. Alpis recorre el camino contrario al de la flamante Canino. Si en Canino los personajes abandonaban un universo ficticio para intentar acceder al mundo real, en Alpis la protagonista pretende alejarse de la realidad circundante para interpretar un personaje ficticio. Los amantes de la obra de Lanthimos estarán de enhorabuena: los peculiares encuadres, los diálogos estrambóticos, los giros inesperados... Todo lo que puede esperarse de Lanthimos está en su nueva película. Todo lo bueno y todo lo malo, porque las carencias narrativas y el limitado poder emocional de su cine se mantienen y, por desgracia, alejan sus originales propuestas de un público más amplio al que, tarde o temprano, Lanthimos, cuyo futuro pasa por salir de Grecia y aprovechar las oportunidades que su proyección internacional ofrece, llevará su obra.
Continuará...