Capítulo 2 Diseccionando
Las dos rebanadas de pan, el aceitoso jamón serrano sutilmente calentado en una sartén usada del día anterior, y el queso Brie bien frío, formaron una mezcla excepcional, como un trío de baile compuesto por Fred Aster, Ginger Rogers y Nacho Duato. Por supuesto, no iba a entrar en detalles y poner nombre a cada producto alimenticio por no ofender a los artistas, lo importante era mi estómago, ya lleno o rociado en sus paredes con el anhelo logrado de la satisfacción, me posé unos instantes en el gozne de la puerta del salón. Allí seguían las hojas que contenían todo lo planificado para el nuevo Festival de San Sebastián, un amigo que me había acompañado desde joven. Mi papel comenzó en esa época, conocedor de la noche y de los vicios, yo fui el candidato ideal para hacer el trabajo sucio de una competición que tenía en el glamour su lado oscuro. Las estrellas siempre quieren más. Eso se me quedó grabado hacía muchos años mientras sostenía, en la entrada del más exuberante gabinete del Hotel María Cristina, a un Vittorio Gassman sincero por el alcohol. Los italianos suelen ser sinceros bajo el alcohol.
El fin del sabor de la boca, con el recorrido explorador de la lengua, me devolvió a los pensamientos corporativos. Me senté de nuevo en el sillón ya adaptado a la perfección a mi persona, y sostuve el dossier con ganas renovadas. La Sección oficial volvía a tener ese aire importante e imprescindible de siempre, con sus 18 películas a concurso tratando de ser lo último, la vanguardia, del cine actual, aunque yo sabía, como muchos, que la necesidad de no haber sido estrenadas en los 12 meses anteriores ni en otros festivales hacía perder buenas obras pero al menos ganaba en exclusividad. La mayoría simple del jurado elegiría de entra ellas a la ganadora o ganadoras de los premios de este año, los mismos de siempre, las entrañables Conchas de oro, plata y Premios del Jurado. Por un momento pensé en aquellos miembros de la producción y realización de las películas que aún vendrían con el corazón en vilo tras un sueño en forma de galardón. Yo, sabía de sobra que no todos venían entusiasmados, como en todo oficio, las personas dejan de amar lo que hacen y terminan por simplemente hacer lo que toca, sin embargo, preferí olvidar esa circunstancia y centrarme en los que sí perfilaban la posibilidad de hacerse con el triunfo. Esa ilusión de joven entusiasta se me iba olvidando a zarpazos de tiempo, pero allí, en aquella sección rey aún existía en medio de resquicios de verdad.
Zabaltegi-Perlas volvía por sus fueros, perteneciendo al lado más amable para un público expectante, con la posibilidad de disfrutar de películas que también habían podido verse en otros festivales o que habían destacado durante el año. Así, los 70.000 euros de esta edición irían destinados al distribuidor español de la película líder en la votación del Premio del público TCM. Sentía una especial sensación de arrope para un lugar muy visitado por mi cuerpo, en muchas ocasiones en larguísimas colas de cabezas esperando la hora de entrada tras una butaca generosa. Aunque recordando mejor, mis mayores búsquedas habían estado siempre divididas entre las mencionadas colas de espera llenas de perlas y las de Nuevos directores, otra sección que dependiendo de las épocas y los talentos, podía despertar en mí una más briosa curiosidad por una serie de películas, pecadoras de juventud, pero conocedoras del mundo del cine con una lupa alentadora que hacía cambiar las cosas. Los 90 000 euros del Premio Kutxa de este año para la sección descrita, vendrían de nuevo como anillo al dedo a cualquier director que presentara su primera o segunda película. Un apartado muy necesario, desde luego.
Después de girarme de manera forzosa en el acolchado de mi asiento, divisé con indiferencia un pequeño apartado que mostraba sus fotografías antes de la sección de Horizontes Latinos. Se trata de Zabaltegi-Especiales, ese lugar indefinido donde se podían disfrutar de producciones extrañas o al menos poco convencionales donde acercarnos en este año, por ejemplo, a los documentales vitoreados en la prensa internacional de Winterbottom y DiCillo. El lugar exacto aunque normalmente poco poblado donde apresurarse a contemplar joyas de medio precio, pero joyas. Sonreí condescendiente. Recordé a un amante de este rincón, amigo mío, ya fallecido, de una dolorosa enfermedad que aún no controla nuestra medicina, que no perdía ni una sesión en devorar ansiosamente los metrajes descritos. Decía, “soy uno de los pocos que se interesa por estas pelis, por lo tanto uno de los pocos que puede decir orgulloso que las ha visto”, así era, un precioso caminar inocente de la vida.
Mi tiempo en aquellas páginas comenzaba a hacer su efecto duro y penetrable. La inquietud por recordar el ambiente de los días de visionado, la alegría orgullosa de los habitantes de la ciudad, entre los que me gustaba mezclarme a las puertas de los edificios que albergaban las salas, era ya un pequeño ser que se revolvía por mis venas remontando río arriba en busca de la explosión emocional. Horizontes Latinos, la pieza más importante de todo cine latinoamericano, era una muestra más de lo que conllevaba el Festival Internacional de cine de San Sebastián. Un escaparate mundial, un adecuado descanso de la industria, de los cinéfilos y cineastas en un clima de prosperidad de la imagen, donde poder sentarse un momento y descansar en busca de disfrute y negocio, algo difícil en la época que nos observa. De vez en cuando, en mitad de la infinita oferta, alcanzaba en todas las ediciones a hacerme con algunas entradas de butaca con horizonte, el de otro tipo de producción, personal y propicia para mostrar la cultura y talento matizado de las regiones de habla hispana que nos secundan con atención. Nuestros primos hermanos que vienen de visita con nuestra curiosidad activa. 35 000 euros en liza.
Al vislumbrar el resto de ofertas de proyección, no pude evitar cierto tono de recuerdo melancólico al respecto del teatro que daría techo al Premio Zinemira tratando de premiar a un personaje representante del cine vasco por su trayectoria, se trataba del Victoria Eugenia, el lugar donde perdí una mujer pero encontré un acierto llegando tarde a la cita prevista. Imanol Uribe, ganador del premio este año, presentaba por donde podía su film El proceso de Burgos, en el año 1980, yo sin embargo, me presentaba a mí mismo ya maduro, ante una chica preciosa, agarrados ambos a un amor imposible que no podíamos sostener debido a su falseado matrimonio. Mientras me esperó en la fila, con las entradas en la mano, sabedora de que el ultimátum no tenía sentido si yo no acudía, no paró de mirar en derredor. Yo la estaba observando desde un lugar tétrico y lúgubre, una cueva de cobardía desde donde no me vio en ningún momento. En el momento de perderla, cuando se marchó lentamente y con la cabeza gacha dejando caer el par de boletos que nos permitirían la entrada, recuperé la chispa, pero por mucho correr no iba a conseguir nada, por mucho retornar no iba a mejorar el tiempo errado, así que me limité a recoger las entradas minutos después, bajo la mirada extrañada del taquillero, conociendo entonces que aquel teatro sería para siempre motivo de arrepentimiento. El lobo solitario que se quedaba allí continuaba aullando en silencio todas las noches. Durante el transcurso de las secciones, Zinemira- panorama vasco, Made in Spain, Cine en construcción y Cine en movimiento ayudando a las producciones, etc… ese recuerdo volvería a mí en dosis pequeñas, minúsculas pero no por ello menos dolorosas. Pero eso pertenecía a otro tiempo y la soledad de mi apartamento no ayudaba a evaporarlo incluso en momentos como ése. El gran certamen era más importante.
Lo único que me expulsó de aquel sopor fue el visionado de la elección para el presente festival del personaje merecedor de la retrospectiva, Richard Brooks. Al igual que el conocido director estadounidense, yo me encontraba en un lugar distinto al de mi profesión, tenso y diferente. Siendo yo periodista en horas bajas, proveniente de las letras como él, siempre me había mostrado poco colaborador con lo convenientemente obligado aunque con el paso firme para mantenerme en los medios con paciencia de mis jefes. Brooks, lidiando en la delgada línea del cine independiente o al menos no de estudio prefabricado, luchó con los mejores, barrió a veces a los más grandes y se hizo un hueco en la conciencia del espectador con títulos como El cuarto poder, La última vez que vi París, La gata sobre el tejado de Cinc, Los hermanos Karamazof, El fuego y la palabra, Los profesionales, Dulce pájaro de juventud o A sangre fría. Con certeza, se le debía más de lo que se le podía reprochar. En mi historia, de alguna manera, con mis trabajos sucios, me merecía al menos el mismo trato. Ambos nos movíamos en lugares donde había que adaptarse para sobrevivir con nuestra personalidad. Él traspasaba novelas al cine, yo noticias que no debían oírse en frío. No calentarlas me había costado el puesto pero aún quedaban amigos, distantes pero amigos.
La otra retrospectiva que podía llegar a animarme en los días de absurdos recuerdos torpes que solo hacían de mí un ser triste y algo ñoño, era la Contemporánea, pero en esta ocasión me mostré contrariado por lo que leía con fuerza. La mencionada y popular sección estaba insertada en la retrospectiva de cine francés moderno La contraola. Algo me hizo pensar que perdíamos todos en el conjunto. Puede que los pretenciosos necesitaran de la mencionada caída de títulos franceses aglutinados de los que salvar la cifra de dedos de una mano, pero de ahí a dejarlo todo en manos del país vecino del que envidiar mucho pero pasándolo por el filtro de lo francés, existía un trecho enorme. La pérdida de un miembro melló en mí bastante. En el folio, que ya albergaba las anotaciones al respecto del jurado, añadí la conformidad con todo el proceso de secciones hasta llegar al punto de centrarme en la ola gigante de la que nos querían hacer comer como único plato. Escribí, de acuerdo que el movimiento más o menos decente del cine francés del último tiempo es reconocible, pero de ahí a desplazar otras ofertas rellenando ese hueco con un montón de films muy menores por el hecho de coincidir en lengua y tiempo únicamente, dista demasiado trecho. Hablaremos de forma larga y tendida, no estoy de acuerdo, y así lo mostraré.
Me noté hasta excitado. El bolígrafo barato quedó magullado por la intensidad de mis trazos, y mi mirada de nuevo centrada en las olas de un mar cada vez más pleiteante se tornó concentrada. Había llegado la hora de marchar. Recoger el comienzo de ira y relajarlo en un paseo por el río Urumea, camino del restaurante que me acogía casi todos los días de la semana laboral. Un escondrijo prohibido que solo se abría para amigos y conocidos donde el menú era taxativamente el que mi buen amigo Ramón decidía ese día por la mañana, temprano, a la hora en que las escamas chocan con el suelo mezclándose con restos minúsculos de hielo en las lonjas de un municipio costero. Pensaría en lo que me complacía el Gran Premio Fipresci de la nueva edición, Michael Haneke lo recibiría por La cinta blanca. Seguro que mantenía la línea de sus films, fieros, potentes y turbadores, con una sencillez visual que aplasta la atención siempre total del espectador cautivado. Un gran director que merecía mis minutos de cavilación en el trascurso de instantes hasta el aposento de mis mediodías. Solo esperaba que los conocidos de Ramón no quisieran ver algo en la televisión modernísima pero molesta del salón comedor. Siempre acababa prestando atención a sus anuncios y misivas perdiéndome el respeto a mí mismo, conocedor de que mis lanzamientos espesos en forma de ideas eran siempre infinitamente más interesantes. Me sentí completo, después de repasar el contenido general. Las películas, las verdaderas protagonistas serían el siguiente reto, la siguiente apuesta en un resumen de mis opiniones que no era demasiado negativo. La idea de degustar un pequeño sorbo de vino se instaló en mi cerebro con conexiones directas al paladar. No lo dudé más. Cerré la puerta pero sin llave, consciente de la inutilidad de intentar robarme sin nada que hurtar, y solicité el ascensor con una nueva calma interna. Al entrar recordé que no llevaba el dossier. No importaba, de momento ya tenía bastante, pero un resquemor que la vagancia no pudo calmar acercándome de nuevo al salón se hizo un hueco. Me volví a dar cuenta de que era una persona muy complicada más allá de mis cinco sentidos.