La novela del Festival de San Sebastián: Capítulo 3 De oferta peliculera


16 de Septiembre de 2009
por William Munny

Capítulo 3: De oferta peliculera

     Lo peor del restaurante de Ramón eran siempre los postres. Ni se molestaba en forzar su creatividad con el fin de ofertar algo casero, algo elaborado con el cariño del repostero aficionado. De las ofertas meramente comerciales me quedé con una siempre curiosa y digestiva tarta Contesa, su chocolate y nata se deshacían en mi lengua con presteza y buen recuerdo incluso horas después. Lo opíparo de la primera comida fuerte del día me obligaba a pensar en un paseo práctico y sin intenciones, pensé en recorrer de nuevo el camino de vuelta, pero al sacar mi cabeza por la puerta pesada del local, pude comprobar que la temperatura y plasticidad del ambiente habían terminado por romper con su pasado de esa misma mañana para comenzar a lloviznar, eso sí, sin valentía. Golpes de respiración forzada con aspiraciones casi violentas me avisaban de la presencia de la semilla de un catarro. Debía cuidarlo, en verano era cuando más tiempo en cama acababa guardando como consecuencia de pensar en el calor como inmunizador de virus varios. De calle Prim a calle Urbieta, con el cubierto de las cornisas, lentamente paseaba en primer lugar mi barriga para secundar sus pasos yo mismo después. El ritmo ni siquiera era de trote, se trataba de un esfuerzo mínimo que hiciera descender la presión sobre la boca del estómago, otras veces, lo había conseguido igual, estaba seguro de al menos llegar hasta los jardines del Alderdi Eder, donde si la cosa se ponía terca, podría hasta sentarme a dibujar con la mente las siluetas de niños y padres, bañistas y deportistas en el paisaje precioso que siempre se muestra junto al ayuntamiento de la ciudad.

     Cuando ya divisaba el caer elegante de las ramitas de los tamarindos, mis pensamientos se volvieron activos. La primera elección fue el temperamento de la villa en los días de festival. Aunque la mayoría de personas se mostraba ajetreada por la actividad comercial de los días de labor durante las horas punta, existía siempre cierta actividad de hombres y mujeres atareados con el ir y venir de las ruedas de prensa, promociones y publicidades de los films. Todo esto por su puesto en la zona del triángulo de los tres edificios emblemáticos, el teatro Victoria Eugenia, Hotel María Cristina y Kursaal, con el reflejo de una alfombra de colores diversos que trataba siempre de dar un cierto aire de glamour a todo estreno, a pesar del estilo más simplón y menos arrogante de San Sebastián. Yo mismo me colocaba en diversos puntos de la figura geométrica, durante los años en los que era necesario, para observar y si era necesario solucionar, cuanto sucediera fuera de lugar. Era un secreta de la normalidad. Me sorprendí sonriendo sólo. Me hacía gracia recordar a un muchachuelo joven que se erigía en guardián desconocido con la ilusión fantástica de sentirse un agente especial. Como ahora, entonces, tenía la cabeza segura pero fantasiosa, peliculera, nunca mejor dicho. La lástima de aquellos días era la programación que me perdía. Como buen ser humano, no podía teletransportarme ni doblar mi presencia con viajes astrales, así que salvo las noches en las que libraba, no podía asistir a los estrenos, a las películas en general de una oferta siempre aglutinadora.

     Al final, pensé, cuando el primer golpe de luz rompe la impresión ilusionante de cualquier amante del cine que espera ansioso el concurso, sólo quedan los films como garantía de verdad, como cierto tirón hacia la realidad con la que escapar de la farándula y enfrentarse a mejores o peores producciones. Todo el conglomerado de reportajes, flashes, gritos de admiración y elegantes trajes acaban por claudicar ante la seguridad de que un nuevo concursante se ofrecía al mundo, en su mayoría, sin el majestuoso resguardo del dinero. Películas que tratan de enseñar o masticar una idea que compite contra enormes magos del marketing y el presupuesto alto a su vera, llevándose todas las atenciones. A mí, me gustaban los films de corte muestra, esos que viven de la especial atención del público de un festival al uso, en donde no hacen falta tanto las señales de construcción para satisfacer al espectador. Films que simplemente viajan a su manera por el terreno del lenguaje audiovisual tratando de mostrar en lugar de engalanar y guiñar ojos a un público que quiere la fluidez como primera necesidad.

      Decidí ampliar la caminata y no parar en los jardines para continuar hacia casa cuanto antes. La curiosidad de la oferta fílmica del dossier se había acrecentado con las últimas cavilaciones. Continué pasando de soslayo por el Boulevard y acabé siguiendo con fuerza la línea hacia la iglesia de Santa María, sin olvidar mirar atrás para de forma obligada vislumbrar un instante la catedral del Buen Pastor. Aquella línea recta de un kilómetro me parecía sencillamente mágica, caprichos de una infancia en la que recorrer esa distancia significaba convertirse en el líder de hacerlo en primer lugar. El cemento de la calle Mayor terminó pronto y al girar a la derecha me encontré con el largo caminar de la calle 31 de agosto, donde ni siquiera  dirigí la vista a las apetitosas barras de bar,  porque después de comer, aún con las molestias del abuso en la ingesta, era el único momento en que no mostraba interés al respecto al santuario de los pintxos. De nuevo la mucosidad avisó con un sentir incómodo en la nariz prominente. Sin pañuelos que me auxiliaran me limité  a disimular el pase de unos dedos libres por el bigote descuidado. No quería caer enfermo, pero todo indicaba que estaba jugando claramente con fuego.

     La lotería de la elección de películas, en las colas tempraneras del primer día de acceso a compra, con los bonos ya casi adjudicados en las mentes de los aficionados, nunca fue necesaria conmigo, antes por no poder asistir, años más tarde, con la desvinculación de mis tareas de seguridad gracias a un pase prioritario con el que podía defenderme de las azafatas novatas que no me conocían pero requerían  mi autorización. Un tiempo atrás, ni siquiera fue necesario un salvoconducto, conocedor de las puertas falsas de unos edificios con mil salidas de emergencia y acceso para miembros de la organización. Si acaso, con el objetivo de pasearme entre las bambalinas y las butacas, accedía a llevar un pase de prensa inconcreto que desestimaba la oportunidad de conocer mi identidad. Pero, ponerme en el lugar de cuantos debían darse una vuelta dubitativa por las listas y horarios de proyección, me hacían pensar siempre en las oportunidades o errores que se podían cometer a la hora de acercarse a las proyecciones. Pesé que lo mejor era tratar de conocerse a uno mismo, es decir, qué tipo de cine somos capaces de disfrutar o simplemente tolerar. Aventurarse en elecciones demasiado de cara a la galería podía conseguir una mala aventura de visionados nada grata y hasta dolorosa. En esa ocasión, yo también deseaba hacerme una idea general de lo que me podría interesar. Avivé el paso y pronto estuve frente a la puerta de mis cuatro paredes. Al entrar, con los ojos buscando el dossier, me quedé sorprendido por una novedad inesperada, un sobre blanco, sin cerrar, reposaba sobre el suelo de la entrada. Parecía hacerlo desde que alguien obviamente lo había empujado por la rendija de la parte baja de la madera. Al agacharme un regoldo olvidadizo se hizo hueco en mi garganta. Caminar hasta el sillón observando el tesoro no solucionaba el problema de mi curiosidad, así que, después de sentarme, comencé a abrirlo con premura.

     Un folio en blanco con dos dobleces guardaba una escritura a mano con trazos largos y claros, pero suaves, que se mostraba altanera en tinta negra de pluma, de esas que ya no se usan, ni siquiera de las que se venden con tecnología pionera, no, se trataba de un elemento antiguo, con un dibujo perfecto que ya no se consigue. Sosteniendo entre las manos el papel, leí entre susurros, como no queriendo ni siquiera a mí mismo delatar el mensaje. Una sensación extraña, un presentimiento negativo, de rechazo necesario se turbó en mis entrañas, pero me obligué  a burlarme de mis temores. Día 18, 11 de la mañana era un mensaje retorcido y genial que me conquistó bajo la mirada cejijunta de mi extrañeza. Al no existir un lugar pensé rápidamente en lo obvio que debía de ser mientras buscaba alguna pista en el dorso del sobre, del papel, del mensaje. Bajé la nota, me recosté y como siempre que me pongo meditabundo, los dedos se pusieron a juguetear con mi sien izquierda. Durante los segundos necesarios para relajar la turbación, recobrar fuerzas y dejarse vencer por el misterio y la imposibilidad inmediata, simplemente se sostuve allí, quieto y parado, sabedor de que todo encajaba pero no tenía las piezas, sabedor de que nada me haría mal en aquel juego sibilino. Enseguida, arrebatado, recogí el dossier del festival dejando la nota extraña en la mesa en un intercambio intencionado. En las películas, con un fotograma adornando, una leyenda informativa describía el horario y las salas en las que  se proyectaban. Mis intenciones viajaron a la velocidad del rayo en busca de un dato mágico que me sacara del sopor. Chloe, inaugural, día 18, 11 a.m, Kursaal 1, V.O Subtítulos en castellano.

     Con la sensación de pensar que estaba todo dicho, permanecía convenciéndome que era el primer paso de un camino claramente pensado con alevosía. Pronto, el desconocimiento de todo, el resto necesario para comprender consiguió evitar que el triunfo llegara a mis sesos. Lo obvio estaba descubierto, lo no obvio estaba claro que me lo harían descubrir. Sin saberlo, estuve aceptando la competición con resignación reposada. Durante el cuarto de hora siguiente simplemente me encontré aislado. Las hojas eran un juguete entre mis dedos recorriendo los diferentes films. El shock no era tan intenso como importante, pero ya parecía remitir. Me obligué a incorporarme. La excusa para volver a mis fueros fue seguir escribiendo el informe. El repaso a las películas fue sencillo. Mis apuntes estaban llenos de admisión, no era un lugar en el que podía quejarme demasiado. Los aspirantes eran los que enviaban las solicitudes al menos en la Sección oficial. A nadie podía reprocharle no enviar su trabajo a San Sebastián si estaba en juego participar en cualquier otro majestuoso coloso de premios similares pero más conocidos. Sin embargo en Zabaltegi podía ser más concienzudo. No me sentía del todo dispuesto así que simplemente remarqué algunos apuntes.

 Sección Oficial- Interesantes:

Chloe (Atom Egoyan valor seguro), City of live and dead (bélica spectacular China), El baile de la Victoria (lo nuevo de Fernando Trueba), El secreto de sus ojos (Buen director), Get Low (thriller con Bill Murray), Le refuge (cine personal), Los condenados (documental??), Mother and child (El de Nueve vidas),  Non ma fille, tu n´iras pas dancer (Honoré, de La Belle personne), This is love (Sorpresa??)

 Zabaltegi:

Destino Woodstock (Ang Lee), El imaginario del doctor Parnassus (Terru Gilliam), Vengeance (Completo y comercial), Un prophète (Calidad), Si la cosa funciona (Para no perderse lo nuevo de Allen), Precious (Independiente), Malditos bastardos (para bien o para mal hay que ver a Tarantino), Los límites del control (Jarmusch en estado casi puro),  La cinta blanca (El premio Fipresci), Cinco minutos de gloria (Conflicto en Irlanda, un clásico), Animal Town (aún más asiático)

     Me encontraba sin concentración, a disgusto y con razón, ya que un nuevo asunto me había robado el mundo. Las siguientes páginas me interesaban pero me encontraba sin la diligencia con la que tratarlas. Recordé el Premio Donosti, pero no quería mirarlo sin una clara predisposición a ello. Pensé en los detalles, pero no quise centrarme porque sabía que no podía. Los nervios calmados se encerraron en mí. Poco a poco fui asimilando que nada podía hacer hasta el día en cuestión. La sola idea de no acudir, de no mostrarme interesado, se mostró absolutamente inválida en mis opciones. Como en las investigaciones entre periodísticas y policíacas, de años atrás, el miedo no era lo importante, la incomprensión no era un enemigo del todo, la curiosidad no estaba de parte de mi contrario pero la espera era lo más importante y lo más cruel.

     Sumado a la pequeña congestión nasal, un sueño se fue apoderando de mí recostado como estaba. Una bata gastada y fuera de moda me esperaba colgando detrás de la puerta de uno de los cuartos para tapar mi cuerpo como toda buena madre enseña a sus hijos. No tardé en hacerme con ella para poner un rato la televisión acompañada de un dvd. Me dormiría con una película en blanco y negro, como era tradición, tratando de descansar del todo, primero de las ligeras molestias de mucosa, segundo de la sobremesa de comida pesada y tercero de la dichosa carta que me haría esperar y esperar sin mayores pistas. Mientras se me caían los párpados poco a poco, con El hombre que vendió su alma de William Dieterles pasando sus minutos con ese aire de fábula, no dejaba de pensar en hipótesis serias y no tan serias. M.O no solía ser tan siniestro, pero alguno de sus colaboradores sí. Me conocían, les conocía. Hombres a los que ni les gustaba, ni les gustaría nunca. Hombres que no podían soportar mis influencias medio secretas. Por ahí podían ir los tiros. Venganzas de hechos que en otro tiempo pude cometer pero que negaré siempre. Pensando en el estado de mi moral en referencia a los mencionados hechos acabé por descender al almohadón de la siesta. Debía descansar de no hacer nada, la ley de mis últimos años. Caí en el profundo inconsciente justamente cuando de nuevo mis dedos, esta vez de la mano derecha, pasearon por mi morro para eliminar el rastro húmedo, miembro del ya oficial resfriado.

 





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Tags: Zinemaldia



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