La novela del Festival de San Sebastián: Capítulo 4 Mi propia retrospectiva


18 de Septiembre de 2009
por William Munny

Capítulo 4: Mi propia retrospectiva

 Al dormir durante casi tres horas, conseguí hasta soñar, eso sí, en mitad de la actividad de un pequeño ejército de gotas de sudor que se deslizaron por mi mejilla diestra. Cuando comencé a dejar pasar hálitos de luz en mis retinas, confundí los colores variados del cartel oficial del Festival internacional de cine de San Sebastián, con las imágenes vaporosas de un día de invierno con niebla espesa. No recordaba si era yo el que había caído al suelo tras resbalar o simplemente me habían golpeado hasta conseguir que perdiera el equilibrio. En aquel sueño hastiado, estaba seguro de haber tenido un papel sin firmeza en medio de una reyerta con  miles de enemigos que no me dejaban avanzar por el camino de baldosas de colorines, como las barras del cartel ahora claramente ante mi vista holgazana. Incluso después de sentirme despierto continué un cierto transcurso temporal algo dormido. Nuevas imágenes se colocaron en mi materia gris como burlonas, los primeros individuos de traje oscuro escribían con pluma  en una libreta igual para todos a una vez que me empujaban burlones para impedir mi avance. Por fin logré librarme de aquellos espasmos de memoria, como guardándolos en un cajón desastre al uso que nunca deberíamos abrir, incluso bajo la mayor de las amenazas. Delante de mí, en la mesita de siempre, el dossier me  esperaba impasible.

 Después de cogerlo e intentar acceder a la página que correspondía encontrar, exactamente la que confirmaba la elección del Premio más emblemático y querido, el Premio Donostia, avancé por el pasillo en busca de un baño que refrescara mi garganta. Unas gárgaras débiles me ayudaron a sentir que volvía a estar vivo hasta el punto necesario para sentirme decidido. Al terminar y reposar un vaso basado en colores verdes tiernos en el lavado pulido por el uso, alcancé la imagen del afortunado en recibir el obsequio más distinguido del festival. Una mueca autónoma anunció el resto de gestos que provocarían el tono adecuado con el que mostrar mi enfado.  Su nombre, su carrera, su mera imagen de chico tierno me provocaron rechazo de inmediato, como una flecha lanzada con decisión odiosa atravesando el centro vital de mi sistema nervioso. De una cosa estaba absolutamente seguro, Matt Damon no era el adecuado para recibir el trofeo final, ni siquiera se acercaba inquietantemente a conseguir ser uno de los elegidos mientras una lista de inmejorables candidatos con más trayectoria y tronío existieran. Y no necesité mucho más para que mis dedos buscaran el tacto de las almohadillas del teléfono tratando de marcar un número de emergencia, con el que poder solucionar esa descabellada y desviada elección, aunque fuese a base de gritos taladrantes. El problema fue encontrarlo, porque tras recorrer de nuevo el pasillo, obligarme a agachar el tronco pesadamente torpe y desesperar mis gestos en busca de escondrijos burlones, no contacté con él. Con la respiración ya presente, y la ira expectante y agazapada por la siesta, logré pensar un segundo, el suficiente para diseñar la táctica infalible. En medio segundo había pulsado el botón de búsqueda de la base del aparato y me encontraba girado hacia el lugar de donde evolucionaron sonidos de aviso. Los tonos de llamada complacieron mi momento. Había que detener la tropelía.

<<Buenas tardes señorita, quiero hablar con Mikel por favor>><<Un amigo, dígale que soy su amigo de todos los años, sí, no se preocupe y venga>> Los segundos de espera machacaban mis distintas miradas inquietas con el fin de ayudar el sentido del oído. La duda de su presencia no ayudaba a serenar el golpeteo de mi dedo índice en el bracero de sillón. <<¿Cómo has podido permitir esto?>> <<¿El qué?, el niñato que veo en la página diecisiete no es precisamente lo que pensaba encontrarme junto a la figura plateada que inauguró, por si telo tengo que recordar, Gregory Peck, vamos, ¡no me jodas!>><<a mí no me cuentes pamplinas>><<me da igual eso>><<lo mismo me da todo eso de igual manera>><<no tiene medallas suficientes y lo sabes>><<aún no he llegado a Pitt, pero eso me da igual, el premio es lo intocable, coño…>><<Greengrass, Soderbergh, Eastwood, DeNiro, Scorsese, Gilliam, Van Sant, Redford, Minghella, y alguno se me escapa, joder, Spielberg, es un curriculum, no lo niego, se me olvida otro, sí, Coppola, pero no me vale, no, eso lo dices tú con tu estilo entrañable de siempre, no, eso nunca ha sido así>><<tiene 39 años, y me debes una>><<Sí>><<no te lo niego>><<Dillon lo recogió con Sydow, no es lo mismo, por lo menos lo almohadillasteis y nunca estuve de acuerdo>><<no podemos ser la sorna que esto es serio, ¡ostia ya!>><<me pondré como…Diego no aceptaría esto, existe un límite y lo sabes>><<no se es más joven por tener menos barba, no vaya por ahí>><<habla con Victoriano pues, y verás que dice lo mismo que yo>><<hasta ahí bien>><<simplemente estaré atento>><<no te preocupes que sacaré un nombre no, varios antes de que me llames>><<te estoy esperando desde ya>>. Y al colgar me hice hasta daño en el pulgar porque lo mantuve pulsado mucho tiempo después haberlo hecho. Respiré esta vez con la nariz, profundo, y me sostuve la cabeza rodeando con el índice y el pulgar la frente palpitante. No debía disgustarme así, el médico lo había dejado demasiado claro.

 Tarantino, Lee, Watts o Pitt me importaron una mierda en ese instante de reposo. El tono de sus palabras sibilinas no me había gustado en absoluto, y encima se había atrevido a menospreciar a Victoriano. Desde luego que algo estaba cambiando en el trono de la dirección, ya no teníamos la misma cabida los de siempre, y la edad tendría que ver con eso de forma segura, pero era pronto para retirarnos, era pronto para hacernos discutir de esta manera. Me sentí responsable de mis palabras en el momento en que la sangre dejó de pasar a la velocidad endiablada de los últimos minutos. Me estaba pasando cada vez con mayor asiduidad, y no era bueno. Realmente no era para tanto, o al menos no como para reaccionar de esa manera tan belicosa. Era tarde, no iba a cambiar de postura atacante, pero debía calmarme seguro de haber conseguido lo que deseaba. En la despedida había llegado a distinguir un pálpito de resignación. Damon no se lo merecía y punto, no al menos tan pronto, tan asquerosamente rápido, el premio había que sudarlo mucho más.

 Lo más importante fue sentarme y así lo hice. La frecuencia cardíaca volvió a ser inapreciable y eso me contentó. Pensativo en un rincón metafórico de mis pensamientos, algo más allá me preocupaba ahora que me había regañado de nuevo con dulzura, y no podía dejar pasar. En el cielo se estaban asentando las nubes cargadas pero inocentes y el mar volvía a ser el viejo loco chiflado en reposo de siempre, pero en aquella habitación, otro viejo desmedido ronroneaba la idea de cotejar otros candidatos dignos. Había prometido faroleando tener nombres antes de su llamada. Aún tendría una hora larga, porque las conversaciones con Victoriano eran de todo menos recias en cuanto al exceso de tiempo. Le estaría llamando seguro, lo sabía como que el dolor de cabeza había sustituido el cargado nasal. Pero importante era descubrir la rimbombante estrella de ese año. Mientras en el Dvd se podía ver  una pelota de la marca chocando de manera sistemática con las paredes y límites ficticios del televisor, mi registro de personalidades comenzó a trabajar. Distinguido, admirado, con mucho lastre de trabajo detrás, con personalidad y sobre todo conocimiento de todos aquellos que lo vieran sujetar con aplomo el galardón en televisión. Me desesperé físicamente pronto y comencé a caminar. Al hacerlo, sin querer, empujé con una de las rodillas la cita en forma de carta de la mesita que ya estorbaba en mitad del habitáculo. Ambas cosas se juntaron en mi cabeza. Día 18, 11 de la mañana y actor de renombre merecedor se repetían en mis sienes al ritmo de los golpeteos de tensión que hacían quejumbrosos aquellos momentos. Sin algo que me espabilara no lo conseguiría. La taza de café surgió como un recurso perfecto y la llené sin vacilar. Por un poco a deshoras no iba a pasar nada, pero un nombre a buena hora podía hacer callar un año más a mis detractores, los amantes de dejar notitas y misivas por debajo de las puertas. Cuando se lo contara a Victoriano iba a echar sapos y culebras desde su educada y melosa vocecita de noble sin títulos. El primer sorbo me obligó a calentar el contenido negruzco en un microondas que necesita ánimos los días impares de la semana.

 Después de un minuto y medio razonando hipótesis, entremezcladas con ambos motivos de pensamiento, el segundo sorbo se impuso agradable y conciso, como separando importancias. Sentado de nuevo en el diván de mis elucubraciones la imagen dura de un hombre de mirada desconcertante y vapuleadora vino a visitar mi mente como depositada por un ser supremo atento a mis avances. Una Concha de plata de un año aún por definir exactamente, que demostraba su versatilidad como actor en una película que exigía de él un poco más. Tampoco recordaba el nombre, estando claro que la clarividencia había sido absolutamente divina. Avancé con trazos limpios y definidos para coger un anuario en la repisa polvorienta de un soltero al que no le importaba dejar la taza de café apoyada en el mueble de madera. Busqué impaciente hasta pasarme los dedos autónomos por el bigote en busca de líquido en mis nariz ya recuperada, pero no tuve éxito, el dolor de cabeza era la molestia que aún no podía con mis intenciones pertrechadas en páginas impresas. Año 1998, Dioses y monstruos de Bill Condon,  junto con Brendan Fraser. Óscar al mejor guión adaptado. Un excelente trabajo de un actor que valía para todo por bueno, no por egoísta y ambicioso. Desde el teatro más complicado y profesional hasta las películas de gran calado comercial. Registros que le habían probado de sobra y un saber estar en la profesión envidia de muchos. Aquel era el hombre deseado, el posible gran elegido, Ian McEllen.

 Haber encontrado a aquel británico homosexual con el poderío interpretativo necesario para ser merecedor de mi trepidante cabreo, logró la sed de razón que ansiaba desde siempre, pero concretaba en aquella tarde ya extraña y muy distinta a lo habitual. Deseaba pasear de nuevo en una calle ajena a mis preocupaciones pero el teléfono me obligaba a permanecer allí agazapado. Llamar antes significaría rebajarme en un extraño contrato lleno de reglas invisibles. Debía esperar y punto, pero ya eran dos asuntos a los que practicarle la autopsia de la dichosa espera y eso podía con mi persona. Me apoyé en el gozne de la puerta de la cocina, me sujeté en la ventana aisladora y me senté en el callado testigo de mis días. El tiempo pasó como un agónico castigo que me merecía sin lugar a dudas. Pensé que debían hacer lo que quisieran con el resto de decisiones del concurso. Con aquella victoria de Ian MacKellen podía sentirme más que satisfecho. Pero la carta, la amenaza de suspense que reposaba  como si nada, distante a todo aquello que me acontecía, persistía en mi mente cansada de tanta actividad. Quería cogerla de nuevo pero me contuve. Al tercer intento la mano se alargó decidida, pero un golpe sin fuerza se metió en mis oídos retornándome al principio. Sin duda era él, yo nunca recibía llamadas a esas horas de fin de jornada laboral, yo no tenía a nadie que preocuparse por mí después de la rutina.

 Cogí con aire de confiado pero rudo vaquero, tratando de ocultar todo lo que había vivido entre llamada y llamada. Creo que hasta me salió medianamente bien. Me propuse esperar hasta que hilara su rectificación con encanto. <<Supongo que la coincidencia de dos ya ha sido demasiado par ti>><<Al fin al cabo es tu cabeza la que querrán cortar>><<No voy a discutir, ya tengo un nombre>><<Mientras él se lo piensa yo te doy el mío que dudo que falle, Ian McKellen>><<Relacionado totalmente>><<Sin duda alguna>><<Limítate a anularlo y punto>><<Esos son bichos sin antenas que reptan por interés>><<Británico, no tengas miedo>><<Quiero escuchar que está confirmado>><<No más>><<Estupendo es la palabra adecuada>><<Sí, todo bien, mañana lo llevaré personalmente>><<Cuídate>><<Yo también lo espero>> Y colgamos a la vez como dos buenos amigos de acuerdo en los planes del viernes noche. La satisfacción era superior. Por mucho que Victoriano pensara y pensara no iba a encontrar a nadie mejor pero el intentarlo no estaría demás. Un asunto menos que me devolvía varios centímetros de cintura en un jarrón de estrecho cuello. El paseo ya era posible, pero la cabeza me seguía castigando. Decidí que lo necesitaba, así que apagué el Dvd con virulencia y agarré un jersey azul marino que yo pensaba me quedaba estupendamente en los últimos estertores de coquetería fugaz. Era yo otra vez.

 No tardé en ver de cerca los escudos de motivos marinos del Puente de la Zurriola, el más cercano a la desembocadura. Testigos del constante cabalgar del mar, me encantaban desde niño, infantiles por un lado y señoriales por el otro. Cada puente tenía su especial adornado. Como las personas pensé, como yo, mecí relajado. A la otra orilla de mi ventana, apoyado con elegancia guardando poca distancia con un Kursaal que en no demasiado días albergaría fotogramas y estrellas, ilusiones y críticas, cultura y divertimento, pensé en mis días. Sólo, no atormentado pero sí con cierto lastre de conformidad sin remedio, podía permanecer los años que me quedaban con el ahínco necesario para soportarme y respetar mis costumbres, pero lejos, en algún lugar del corazón se tornaba en blanco y negro el recuerdo de otro hombre que albergaba esperanzas más allá del simple continuar. Aquel enfado, la ira que estuvo a punto de apoderarse de mí, no era más que el reflejo de unos pasos que no caminaban de forma convencida porque el rumbo no estaba definido. Sin objetivo marcado, sin un depositario de la bondad de mis adentros más íntimos, sabía perfectamente que la existencia permanecía en un limbo para nada cercano a la plenitud. Toda mi historia, mis batallitas de soldado de mil emboscadas, no eran más que divertidas y enriquecedoras anécdotas que habían formalizado un carácter preparado para lidiar sin temor, con obstinación y dominación cualquier aspecto de la vida. Pero después, cuando la oscuridad de la noche nos acompaña silenciosa en los últimos pensamientos, uno sabe de sobra que no es feliz, simplemente es pero sin belleza y alegría en su derredor. Ese era mi anhelo, ese era el talón de Aquiles de un ser que se sentía olvidado por las oportunidades, imposible de corregir.

 Bandeándome como las olas que terminaban en espuma contra las rocas cuadradas del fin del río, me acerqué en un pasar lento y amable de andares hasta el recuerdo perfectamente detallado de un teatro, donde perdí la sensación cuya ausencia me arañaba en días así de enmarañados. No muchos metros más allá de la entrada del Victoria Eugenia, cerrada a cal y canto, no pude evitar darme la vuelta y recordarme a mí mismo allí postrado, con dos entradas en la mano que jamás se usaron, y que yo sabía demasiado bien, habían sido la última oportunidad de sentirme bien, de esa manera que añoraba con melancolía. Aquel amor, porque para mí fue amor verdadero, chocó frontalmente con mi idea de la familia. Destrozar las vidas de dos niños de doce y ocho años no entraba en mis planes de vividor domado por aquella mujer eterna. Si algún día tuve un límite claro y cierto, ese día fue aquel. Cobarde sí, pero de conciencia limpia, eso siempre, eso por siempre. Ahora, allí, abrazado a la idea de recuperarme en algunos minutos de mi sopor, nada tenía más importancia en el mundo. Ni el aire, ni el viento, ni la brisa, mis elementos preferidos, podrían hacerme olvidar ni llevarse con ellos aquel recuerdo tan mío como el latir de mi añoro. Solo necesitaba unos segundos más para subsistir otro tiempo a la lucha de la vida, recargarme me ayudaría a proseguir al menos durante algún tiempo. En aquel momento era el ser más imperfecto de la creación.

 Aún me sorprendí en varias ocasiones mirando por la ventana al mar prácticamente negro por la ausencia de luz diurna, triste aún, cabizbajo pero poco a poco más entero. Volvería después de cenar algo a reencontrarme conmigo mismo, a viajar por el cinismo y la bruta manera para sentirme más alguien controlado por si mismo. Antes de pensar siquiera en qué cocinar sin demasiado esfuerzo, un instinto escondido y aletargado se pasó por mi frente, recorrió mis sentidos con la burla poderosa de lo incomprensible. Supe sin vacilación que cuanto debía hacer, cuales eran los movimientos necesarios para demostrar el presentimiento ya miembro de la habitación. Sabedor de que mi estado de sensibilidad había conseguido relajar los estímulos negativos de la persona arisca que pretendía ser pero no era, se deslicé en calma en el sillón y coloqué mi cuerpo en posición de acogimiento ante la plegada hoja revalorizada en aquellos instantes. Al llevar la carta a mi nariz, aquella que aún sostenía restos de una congestión débil, el olor se convirtió en perfume, un aroma que reconocía mi cuerpo y que demostró con un escalofrío bondadoso. Era ella, era la cadencia de su piel, el borde redibujado de su desnudo cuerpo en nuestros encuentros aislados. Era el bálsamo que tanto tiempo había estado esperando en silencio protestón. Se trataba de la pista absolutamente precisa que me llevaba al sueño de recordarla aún con mayor realismo. Con miedo de perder ese milisegundo de captación en mi cavidad olfativa me mantuve repitiendo la misma operación hasta hartarme. Ya no iba a permitir perderme por más tiempo aquel don tan especial. El día 18, a las 11 de la mañana, volvería encontrarla en el Festival de San Sebastián. Cerré los ojos para prometerme que no volvería a pederla, cerré los ojos para ser después de mucho tiempo otra vez feliz.

 





comments powered by Disqus


 
Tags: Zinemaldia



Últimos artículos
Desarrollado por Dinamo Webs
Creative Commons
Publicado bajo licencia
de Creative Commons