En San Sebastián tenemos la suerte de contar con Los Jueves del Trueba, una iniciativa que nos está trayendo muy buen cine, entre clásicos, pases con el director y demás eventos cinematográficos fuera del circuito habitual. Entre las muchas cosas interesantes que podemos ver estos jueves, tenemos un ciclo de Michael Haneke que nos acaba de ofrecer su tercera película, áspera ya en su título, 71 fragmentos de una cronología del azar. Sin ánimo de pisar el ciclo Haneke que venía escribiendo mi compañero Hypnos, que ya ha hablado de las dos primeras, también vistas en este ciclo, aprovecho el visionado en pantalla grande para comentar un poco la película.
Cualquiera que haya visto alguna
película de este director habrá comprobado rápidamente que se
trata de un cine árido, sin ánimo de ofrecer ninguna concesión
cómoda al espectador, y con una mirada dura, incisiva. Esto en sus
primeras películas es quizá más palpable. Son obras que no dan
tregua, que además exigen un esfuerzo notable por parte del
espectador. En este caso, la estructura se concibe tal y como se
describe acertadamente en su largo título. Son 71 fragmentos,
separados por cortes abruptos a negro, que cuentan una historia de
forma desordenada. No es tanto un desorden temporal como el que
acostumbraba a presentar Iñarritu, es un conjunto de piezas de un
retrato coral, que se yuxtaponen rompiendo el hilo dramático. Algo
parecido comentaba de una de las películas más interesantes de la
reciente sección oficial de Venecia, Die frau des polizisten,
que ahora comprendo que ha debido beber bastante de aquí. Al dividir de una manera tan aislada los fragmentos -en ambas películas- se consigue restar importancia al argumento tradicional y potenciar así el retrato de algo general.
Algunos de estos fragmentos tienen
elementos argumentales, pero son los menos. La historia trata un
hecho real de un tiroteo, que se explica al principio, y nos muestra
los hechos anteriores. Algo parecido haría años después Gus Van
Sant en Elephant, o si vamos a un ejemplo más reciente y de
considerable menor calidad, Fruitvale Station de Ryan Coogler.
Aquí, como en los dos casos citados, apenas hay elementos de trama,
ya que no hay un móvil como tal; la mayoría de los fragmentos son
retratos contextuales.
Haneke es un especialista en
diseccionar la sociedad. Aquí invierte gran parte del metraje en
hacer hincapié en la violencia que nos rodea y en la apatía
general. Es una constante en su cine usar la televisión para
contraponer las noticias más atroces con los problemas menores del
europeo medio. Las barbaridades de la guerra de los Balcanes,
pobreza, violencia... Alternadas con noticias del caso Michael
Jackson, un circo mediático patético puesto al mismo nivel que los
crímenes de guerra. Nos muestra la violencia doméstica asumida, el
drama infantil. Nos coloca en el punto de vista de un crío que
entiende la realidad hostil como algo cotidiano. Y cuando termina de
apretar su afilado bisturí contra la carne de la sociedad austríaca
-y por extensión, del primer mundo- nos muestra a una opinión
pública atemorizada, confusa, extrañada, por tres muertos en un
tiroteo sin sentido. Toda la violencia real que consumimos cada día
en las noticias y la que vemos a nuestro al rededor es asumida con
normalidad por terrible que sea, pero el crimen sin explicación
aparente golpea de un modo exagerado. Algo parecido explica Joker en
El caballero oscuro, en uno de sus monólogos.
La película también se centra en el
asesino. Sin necesidad de cargar las tintas con situaciones forzadas,
Haneke nos transmite perfectamente la tensión creciente contenida en
el personaje. Un fragmento tan sencillo como es el del entrenamiento
de ping pong contra la máquina, refleja con una increíble maestría
su presión y su angustia. Realmente uno desea que ese plano termine
porque resulta psicológicamente agotador. Como ese hay otros planos,
aparentemente inofensivos, pero con una carga de tensión mayor que
muchas películas de terror. Utiliza en otro momento las indicaciones
del entrenador, con otro fragmento sencillo donde vemos una grabación
y las voces vienen de fuera de plano. Una vez más sentimos toda la
presión social que puede hacer estallar a este personaje. Una
sociedad dura, apática, que, como el cine de Haneke, no da aliento.
Está rodada con un pulso que solo un
cineasta enormemente seguro de sí mismo puede conseguir. El plano
sostenido de los créditos, con el camión avanzando por la
autopista, sin ser nada, tiene una atmósfera de thriller. El sonido
constante, los tonos apagados, la consciencia de lo que supone ese
viaje. Recuerda a los largos planos desesperantes de Brillante
Mendoza en Kinatay. Y es que viendo las primeras películas de
Haneke uno se da cuenta de que, en muchas ocasiones, él lo hizo
primero.
Qué gran acierto la programación de
este ciclo.