Tras ver Los miserables y leer con detenimiento las impresiones de mi compañero Sherlock encuentro que, en gran parte, estoy en sintonía con él aunque, probablemente, con una menor dosis de entusiasmo. Expongo mis motivos.
El formato musical es un formato que, en Cine -no así sobre las tablas- no entra bien a todo el mundo por la propia artificialidad de su naturaleza, como género. Sin embargo creo que Los miserables tiene dos aspectos que atajan este problema: El primero, la pasión desbocada de (casi) todos sus números, como bien señala Sherlock. El segundo, que no ha habido miedo y, aquí, no hay diálogos. Prácticamente el cien por cien de las ocasiones en que los actores abren el boquino es para cantar, nunca para hablar. Creo que las películas que intenta equilibrar canto y diálogo se hacen infinitamente más ásperas y es de hecho el paso de diálogo a canto lo que no suele articularse bien, justo y exactísimamente esos momentos.
Como digo, Los miserables parte de ese acierto, o al menos de esa solución. No hay problema por este lado. Por otra parte construye la historia sobre dos personajes muy potentes cuya rivalidad seguiremos durante años y años. Otro de los aciertos, pues, es que ambos sean dos actores de presencia muy carismática, que necesitan poco para ganarse al espectador. Da igual que Jackman no luzca mucho físico aquí, o que Crowe no cante demasiado bien. Son dos presencias tan magnéticas -buenos actores y sobre todo muy muy carismáticos- que todo funciona a su alrededor y, para colmo, cuando se encuentra en pantalla (su dueto-pelea es brillante) saltan chispas.
Sin embargo, el tercer tramo de Los miserables (y aquí entra la mano de Víctor Hugo) acaba por centrarse más en la segunda camada, cuando como espectador han sido los personajes primeros quienes nos han enganchado. Sumemos a esto que estamos ante la obligación como espectadores de engancharnos a los nuevos protagonistas con los minutos más azucarados de la película... y el desinterés aparece por instantes. El fervor de la revolución se demora y se demora, y el amor edulcorado es demasiado arquetípico, con esa Cosette rubia, blanca y sin sabor. El tramo se alarga en demasía y aunque la pasión vuelve en la resolución de este fragmento, todo tarda demasiado en llegar. (Dicho lo cual, hay que remarcar que Eddie Redmayne cantando/llorando a sus amigos muertos está fantástico.)
Y si hablamos de buenos instantes de los intérpretes de la película, tendré que cerrar estas líneas con Anne Hathaway. Cerraré así, sí, así que primero despacharé rápido a la señora Burton y al señor Borat: Ambos protagonizan el clásico momento circense, maquillaje demencial, acordeones y un tufo a nuevo Tim Burton que se me hizo eterno. Imagino que el número no era más largo que otros, pero me resultó interminable. Poca originalidad, humor circense y tabernero en la línea de tantos musicales pretendidamente extravagantes... Fuera del estilo de la película, para colmo. Una nota de humor desacertada.
Y sí, cierro con Hathaway. Es, ella sí, la nota más destacada de la película dando voz y rostro a Fantine, con sus pocos minutos en pantalla. Está bien en todos sus instantes, desde luego, pero sabiendo el dulce que tenía entre manos, Tom Hopper, que de tonto no tiene un pelo, le reserva La Escena de la película, el número I dreamed a dream, en un sostenido primer plano para que ella, solo ella, sea toda la escena en sí. El foquista le sigue como puede para mantener en foco continuado lo que es la interpretación más brillante de la película, en unos minutos de una intensidad creciente que apabulla al espectador. Sin cortes, sin trampas. Además de música, puro Cine. Que es lo que importa. Una secuencia que justifica un Óscar, esta vez sí.