Nader y Simin ha logrado la sorpresa general con su capacidad para alejarse del cine iraní que siempre hemos conocido. Viaja por otros derroteros, tanto de guión como de cámara, tanto de actuaciones como de denuncia social. Es una película adaptada a todos los públicos y sobre todo moderna.
Cuando uno espera atentamente y empieza a ver que las escenas y las tomas son elaboradas en búsqueda de ayuda a un espectador que necesita de cierta agilidad, cuando uno va descubriendo que encima el vuelco de guión es ladino pero sensato, cuando uno ve definitivamente que está totalmente postrado ante la trampa de la propuesta absoluta del film, se queda uno contento y por demás, atento.
Sin ánimo de polemizar más allá de los sucesos, mostrando la justicia del momento sin tapujos, a granel, dejando opciones para juzgar el asunto a todos nosotros, se juega con la idea de ser un padre consciente de su hija, de lo que se juega en medio de los despistes de turno.
La película logra su objetivo con rapidez, con alegría de miras, logra destrozar nuestros esquemas y liarnos como para despistar las miradas mientras conforma una sartén caliente y suelta el trasfondo con cautela pero firmemente. La mirada de la niña, los dos padres esperando, la crítica velada en el viaje de la democracia, lo importante de la vida surcando lo importante de las vidas.
Una película merecedora del boca a boca, una película que da lecciones con poco mostrando mucho y siendo de un país productor de cine con el que se supone que la inmensa mayoría se aburre.