En el cine de un tío como Lars Von Trier, tan enfrentado a odios y amores, y tan cómodamente situado en esa disyuntiva, es fácil detectar una voluntariedad. No hay nada que detectar, de hecho. Él lo escupe a la cara de quien ose acercarse: soy un provocador. Desde ese punto de partida, Von Trier juega además con una ventaja, que no es otra que su monumental talento para aquello a lo que se dedica, hacer cine.
En el cine de alguien con una carrera de apariciones tan esporádicas como Jonathan Glazer, quizá esa querencia por la provocación puede pasar más disimulada. Pero está ahí.
Mientras Von Trier parte de una provocación más agresiva, siempre golpe directo al rostro del espectador, o más bien al estómago, en el cine de Glazer es más conceptual. Es por eso que obligó al aficionado al cine negro independiente a asistir a un espectáculo radicalmente diferente en Sexy beast, y acentuó la apuesta en Reencarnación: ¿qué ocurre si edificamos un drama familiar y amoroso modélico, pretendidamente serio, sobre una premisa argumental inconcebible, casi paranormal?
Quizá en Reencarnación a Glazer le faltó un paso más, en esa pretensión de audacia; prefirió cubrirse las espaldas, en parte, justificando con una subtrama menos interesante esa vertiente fantástica: no era tal, había un motivo para que eso que parecía mágico en realidad fuese una patraña. Perdonadme que no entre en detalles pero no quiero reventar nada a quien no haya visto la película, que es realmente buena. Y quien sí la haya visto ya sabe de qué hablo, quiero pensar.
De alguna manera, en el mensaje previo que le llega al espectador es donde radica la provocación: Ey, ¿quieres ver un dramón familiar de calidad, protagonizado por la actriz del momento? (Sí, Nicole Kidman lo era, en aquellos años.) Ey, ¿quieres ver la nueva comedia de gángsters británicos, con Ben Kingsley involucrado en el atraco de turno? Son puntos de partida atrayentes para el espectador de perfil medio, y fácilmente identificables con lugares comunes, de tantas y tantas películas anteriores. Es cuando el espectador se sienta en la butaca, o en el sofá de casa, cuando se topa de bruces con la vuelta de tuerca de Glazer, que nunca radica solo en lo estilístico.
El nutrido vientre de la publicidad
En efecto, Jonathan Glazer pertenece a esa generación llegada a la meca del Cine desde el mundo de la publicidad, así como del videoclip: Fincher o Gondry son otros dos claros ejemplos. Esta generación ha aportado nuevas maneras de explorar el lenguaje narrativo audiovisual. Como muestra anecdótica, en el audiocomentario de El club de la lucha que acompaña a la película en sus ediciones en DVD y Blu-ray, el propio Fincher señalaba que el célebre efecto popularizado por Matrix (la cámara girando con informática perfección alrededor de un Keanu Reeves en movimiento extremadamente ralentizado) realmente fue utilizado por primera vez por Gondry, en uno de sus multipremiados videoclips.
No obstante, en el caso de Glazer su audacia, su aportación, llegan más en su manera de afrontar escenarios conocidos para romperlos, o quizá sencillamente para despiezarlos y rehacer el puzzle en formas antinaturales, no vistas, y así poder engañarnos con el gancho de un disfraz común que no nos permite intuir por dónde van a ir las cosas.
Ahora, en su tercer largometraje, Under the skin, Glazer ha partido de un material literario ajeno para construir una narración puramente visual y sonora, donde las palabras son casi lo de menos. El gancho vuelve a estar ahí: ciencia-ficción, una premisa argumental paradójicamente no tan alejada de un pestiño (bastante exitoso) como Species, y una protagonista que es, hoy, probablemente la estrella femenina con más tirón del firmamento hollywoodiense: Scarlett Johansson. Todo esto sumado a la calculadísima campaña de filtraciones del tan cacareado "primer desnudo de Scarlett Johansson en el cine", blablablá.
Es así como mucha gente va a aceptar enfrentarse a una peli que dista kilómetros y kilómetros, años luz, de lo que pueden esperar, siquiera imaginar. Hay más que ciencia-ficción en la historia de esa alienígena devoradora de hombres, hay más que Kubrick en esas secuencias iniciales tan Kubrick, hay más que Lynch en ese empleo tan Lynch del sonido. Hay mucho Glazer. Hay un poderoso ejercicio de provocación.
Eso sí, en ese ejercicio, entre tanto espectador espantado por lo que está viendo quizá vaya cayendo alguno que otro que no, que se descubra maravillado ante el trabajo de osadía y orgullo narrativo que es Under the skin. E incluso por su parte Jonathan Glazer, ese frío alienígena devorador de espectadores, quizá se de cuenta de que le está cogiendo cariño a algunos de ellos, poco a poco...