El cine según Hitchcock. En esa bibilia para todo cinéfilo que se precie de serlo, según avanzaban las páginas y el viejo Hitch y su admirador Truffaut iban ganando en confianza, también crecían sus comentarios cada vez más irónicos e hirientes hacia “nuestros amigos los verosímiles”. Venían a recordar, peyorativamente, a aquellos que criticaron algunas de las películas del director inglés por la poca rigurosidad o verosimilitud de algunas de sus situaciones, siempre desde el punto de vista de la más estricta lógica y pretensión de puro realismo. Hitchcock, claro, tenía en mente con esas escenas otras finalidades, emociones, objetivos, y le preocupaba más bien poco lo que criticasen “nuestros amigos los verosímiles”.
Traigo a colación este detalle porque, aún hoy, ocurre que en según qué géneros pareciera que tenemos mayor dificultad en permitir un cierto olvido de lo que las normas de la lógica, la física, la realidad y el más estricto control “realista” quieren marcar. Sí, está el género fantástico, también quizá cierto sector del cine de acción o aventuras. Pero poco más.
Salvo de vez en cuando. En ocasiones es una decisión perfectamente consciente y voluntaria. Pongamos un ejemplo. Luc Besson, un director por el que tampoco siento especial simpatía, me encandiló sin embargo con León, el profesional, una historia donde la verosimilitud saltaba en pedazos, con su joven aprendiz de asesino, una mocosa de trece años capaz de colarse armada hasta los dientes en una comisaría. Una película que terminaba con el protagonista enfrentado a poco menos que un ejército policial. Pero la película presentaba sus cartas desde el minuto uno, y apostaba por otros elementos: una magia -o una química- entre sus dos personajes principales, seguramente algo muy bien trabajado y buscado pero imposible de definir, en cualquier caso... y ya está. No hay más. Sencillamente está ahí, toda una película entre esos dos personajes. Lo siento por nuestros amigos los verosímiles pero ese amor extraño (e inadecuado, quizás) está ahí. Y funciona.
En otras ocasiones la decisión es forzada. Imagino que cuando Park Chan-wook llegó a Hollywood el guión que se le ofrecía no tenía toda la chicha que hubiera soñado. Voy a ser franco: el libreto de Stoker podría ser carne de telefilm. Sabiéndolo, él debió ver claro que tenía que olvidar los clichés, los giros predecibles, los agujeros, las inverosimilitudes (permítaseme llamarlo así).
No sólo ha sabido encontrar otros elementos entre los recovecos de la historia y en el fondo de sus personajes -sobre todo de ella, de India- sino que incluso ha convertido las incorrecciones, casualidades y, sí, las “inverosimilitudes” del guión en instantes y quiebros hermosos.
Park Chan-wook ha convertido Stoker en una experiencia sensorial, la vida desde los sentidos de India, esa joven de 18 años con genes psicopáticos en su ADN. Su talento es tan mayúsculo y el espacio sensitivo al que lleva al espectador es tan sorprendente, que todo lo demás no importa. Es el ejemplo de León, el profesional, llevado a un extremo inimaginable (es sencillo, el talento del director coreano supera con creces al de Luc Besson). Sólo importa India, la vida a través de sus ojos, su olfato, su tacto. Su fascinación por su tío Charlie, sus manos mesando los cabellos de su madre, la luz del sótano bailando ante ella, su excitación sentada y fantaseando ante el piano.
Lo que cuenta Stoker no nos llevará a ninguna parte e, imagino, es justo lo que criticarán nuestros amigos los verosímiles. Y hay que ser justos, con un material más trabajado, ¿dónde podría haber llegado la película? Pero insisto, no es lo que la película cuenta. Si ya has visto Stoker y no eres un “verosímil”, sabrás que la clave es, simplemente, lo que hace sentir.