Una película básicamente teatral.
Podemos ponerle ese adjetivo por su localización pero también por
la enorme responsabilidad depositada en los intérpretes y en sus
diálogos. Otras cuestiones son ya más puramente cinematográficas,
como comenta Rómulo en su crítica, el montaje, el ritmo, el
espejo... Pero son precisamente los dos elementos más teatrales los
que mejor funcionan. Los intérpretes están soberbios. Los cuatro,
incluso Jodie Foster escapa de la fórmula vaga que venía
manejando en sus últimos trabajos. Aquí se desespera con impecable
intensidad. Cada uno en su papel, aunque es verdad que el más goloso
para la comedia lo tiene el carismático Christoph Waltz, que
lo borda. Lo mejor es que estos egos no chocan, sino que se
complementan, centrándose cada uno en una dimensión distinta.
El texto es la otra gran virtud. Mordaz
y tan sencillo como brillante. Deja al descubierto que,
independientemente de los orígenes de un conflicto, el verdadero
problema se encuentra en nuestra incapacidad para la convivencia.
Aquí queda patente por la pequeñez del punto de partida, pero los
argumentos esgrimidos, las actitudes cerradas son esencialmente las mismas que en
un juicio o incluso en los conflictos internacionales. El maniqueísmo de las víctimas, siempre
llevado más allá de lo razonable, las diferencias de clases, las
ideologías distintas, la legitimidad del uso de la fuera e incluso una lucha de sexos que quizá está
algo anticuada y que recurre a algún cliché. Son muchas y muy
ricas las interpretaciones que nos regala la obra.
Pero ante todo, es una película
divertida, con mucha ironía, gags implícitos o simplemente humor
puramente escatológico. Su cortísima duración te dejan con ganas
de más, aunque quizá también contribuya a ello la falta de un
cierre a la altura.